CUENTA DE RESULTADOS

El populismo no conduce al progreso

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photo_camera El presidente de EEUU, Donald Trump.

Si algo demuestra la historia económica es que las fórmulas simplistas no dieron resultados ni en Europa ni en América. El Estado del bienestar español tiene que ver, básicamente, con las políticas socialdemócratas.

Países como Venezuela, que este domingo celebra unas elecciones que ya no merecen el respeto de la comunidad internacional, prueban hasta qué punto los errores del capitalismo y –lo que es peor– del populismo pueden dañar a una sociedad. En Venezuela, un país rico, llegó un momento en el que el capitalismo produjo, básicamente, desigualdad, pobreza y corrupción. La salida fue el populismo, que lejos de mejorar la situación del país, lo empobreció.

Desde Europa puede parecer que Venezuela está muy lejos y que su realidad es distinta. Es discutible, como todo, pero tampoco hace falta recurrir solo a Venezuela para apreciar, a menor escala, las consecuencias de la pobreza, la desigualdad y la corrupción. En España algo se sabe de eso, también en Italia y no digamos en Grecia, Irlanda o Portugal.

El adjetivo populista se atribuye ahora a partidos como el Front National francés, el UKIP británico... o a gobiernos como el de Venezuela o el que se quiere formar en Italia, pero a lo largo de la historia también se aplicó al peronismo en Argentina, al varguismo en Brasil e incluso al cardenismo en México. En España se le atribuye a Podemos y, más recientemente, al líder independentista catalán Quim Torra. Y en Estados Unidos, a Donald Trump. Dicho en pocas palabras, a riesgo de simplificar la cuestión, hoy en día se suele asociar el populismo con políticas –de izquierda o de derecha– dirigidas a satisfacer los deseos más primitivos de una colectividad, aún a costa, a veces, de sus consecuencias éticas o económicas.

La economía –léase la pobreza y la desigualdad– explica la fuerza del populismo, pero hay más causas. En Estados Unidos, un país rico cuya economía va bien, también aflora el populismo. Y, salvando todas las distancias, en Cataluña estaríamos ante un caso similar. Lo que sí es común es que en todos estos casos se afianzan dirigentes populistas nacionalistas y xenófobos.

El profesor Antón Costa constata que el crecimiento “ya no trae progreso social para todos” sino, “especialmente”, para una nueva aristocracia del dinero que tiene “todos los vicios de la vieja aristocracia pero no alguna de sus virtudes como la nobleza obliga”; es decir, el compromiso con los más débiles.

No parece fácil determinar en qué porcentaje hay populismo por razones económicas y por razones de tipo cultural, pero seguramente la economía pesa más que el descontento de quienes sienten amenazada su identidad y forma de vida por las políticas liberales y socialdemócratas, generalmente proclives al reconocimiento de derechos civiles y sociales y a las políticas permisivas con la inmigración.

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, es tal vez quien ha entendido mejor lo que está pasando en su país y en Europa, de ahí que emergiese como un líder renovador –reformista– pero no populista. Con un pie en el liberalismo y otro en la socialdemocracia, Macron es a día de hoy una esperanza para las democracias occidentales.

Las nuevas generaciones valoran poco –o ignoran– la importancia que tuvieron los socialdemócratas y los liberales en la implantación del Estado del bienestar, especialmente tras la II Guerra Mundial, lo cual aprovechan los populistas para abrirse paso con ideas de escasa consistencia intelectual pero efectivas, máxime ahora con la ayuda de las redes sociales. Se ignora también que al progreso social y a la igualdad no suele llegarse mediante atajos. @J_L_Gomez

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