CAPÍTULO 5

Un momento de calma a puerta cerrada

El comisario cerró la puerta del despacho tras de sí. Se quitó la pistola de cintura y la puso cuidadosamente sobre el escritorio.

Los guardias civiles desmontaron el tinglado en las primeras horas del amanecer. El comisario había estado pendiente de todas las operaciones nocturnas, desde el acordonamiento de la zona, hasta la llegada del juez y su secretario, que procedieron al levantamiento del cadáver. Acompañado de su ayudante subió la colina que lo separaba del coche policial, arrastrando las botas negras en la gravilla y con la cabeza aturdida, como el que acaba de bajarse de una montaña rusa.

- Faramiñas, tráete un café, anda.
- ¿Con gotas, jefe?

Desde el asiento de copiloto, el comisario vio el alba asomarse en las termas. Se frotaba las manos y se pasaba las yemas de los dedos sobre las uñas, como intentando limpiarlas o abrillantarlas. Usó guantes durante toda la operación, pero el contacto con oscuras muertes de manera tan habitual en los últimos meses le había dejado una pegajosa sensación de suciedad moral que se extendía desde sus codos hasta la punta de los dedos. No era la muerte misma la que incomodaba al comisario. Lidiaba con ella con tanta asiduidad que había aprendido a tratarla de una manera casi clinica, documental. Era la sombra de la sospecha que vertió el borracho al describir a uno de los individuos que vio salir de las termas: «Igualito a ti con treinta años menos». 

Nadie había tomado medianamente en serio al borracho de las termas. «Con la moña que llevas dudo yo que puedas ver más allá de tu nariz», le dijo Faramiñas, y el borracho se reía y alzaba las manos, sin darse mucha cuenta de que a escasos metros yacía un cuerpo con tres balazos. Tampoco pareció que el juez diera la más mínima credibilidad a las monsergas del pobre hombre.

«Cuando se le baje la melopea quizás ni se acuerde de nada», pensó el comisario. Dejó de frotarse las manos. La calefacción del coche y el contraste con la humedad de una mañana de verano inusualmente fría, hicieron que sus dedos pronto se tornaran levemente oleosos. 
Ya pocos quedaban a las orillas del río. Un reportero de La Región y otro de la TVG todavía tomaban fotos y videos, o anotaban algunos datos de la investigación en sus cuadernos para sus respectivos encargos. Algunos vecinos madrugadores se asomaban desde la carretera y negaban con la cabeza, preocupados por unos acontecimientos que, en los últimos meses, habían sacudido a la comunidad y copado las conversaciones en los vermús. Unas señoras mayores, también vecinas, se preguntaban que de quién era el finado. Unos chicos jóvenes sacaban algunas fotos con sus teléfonos. El comisario alzó la vista y vio como la niebla bajaba el Miño entre los primeros rayos de la mañana, densa y sólida como un batallón romano que se iba adentrando poco a poco en la ciudad.

- El café, jefe.
- ¡Coño, Faramiñas!, esto está cargadísimo.
- Déjese usted de mariconadas. 

De camino a la comisaría Faramiñas estuvo particularmente callado. De cuando en cuando soltaba alguna broma de humor negro que el comisario respondía con resoplidos o torciendo la mirada hacia arriba. Había sido una noche muy larga para los dos. Su ayudante había hecho un trabajo extraordinario encontrando pruebas y manteniendo el orden y la calma en la escena de un crimen tan atroz, por eso estaba dispuesto a perdonarle esos comentarios jocosos aunque inapropiados. Ya por el centro de la ciudad que se despertaba a esas horas, el comisario miraba desde el asiento del coche policial a un lado al otro de la calle, a la gente que se apresuraba a sus puestos de trabajo, a los que hacían deporte corriendo y escuchando música, a los que llevaban a los niños al colegio en los últimos días del calendario escolar, y los veía a todos singularmente felices, inconscientes, ajenos al crimen de solo unas horas atrás. Sintió envidia de todos ellos. El comisario cerró los ojos un instante y se acarició la sien con las yemas de los dedos, como para resetear la memoria de la noche pasada, pero pronto supo que nada sería igual hasta que resolviera el crimen, que la sensación viscosa en su pecho no le dejaría hasta que el asesino estuviera entre rejas. 

El revuelo al llegar a la jefatura de policía pilló al comisario y a Faramiñas por sorpresa. Unos cuantos periodistas se habían acercado para sacar alguna declaración sobre el crimen de la noche pasada, y sobre su relación con las otras muertes de los últimos meses. En el corto trayecto desde el coche hasta la puerta de entrada, los micrófonos se amontonaron alrededor del comisario que salió del apuro con esas respuestas preparadas sobre no contar detalles de una investigación judicial abierta y demás frases hechas que suelen hacer callar a los periodistas, al menos momentáneamente. 

- Vete a casa, Faramiñas. Descansa unas horitas, que buena falta te hace, y vente a la tarde para la reunión con el juez.
- Me toca los huevos tener que despachar con el dichoso Sherlock, si le digo la verdad.
- Ya, pero es lo que hay.
- Usted vaya también a descansar que tiene una cara peor que la del fiambre del río.

El comisario cerró la puerta del despacho tras de sí. Se quitó la pistola de cintura y la puso cuidadosamente sobre el escritorio. El cañón se quedó apuntando a una pequeña foto de retrato que le lleva acompañando durante muchos años y muchos despachos, y que siempre sitúa en la esquina derecha de su mesa de trabajo. Él, con su familia, sonriendo y abrazados. Como un acto reflejo, el comisario sacó su móvil del bolsillo, navegó por la agenda de contactos un instante y se acercó el teléfono a la oreja.

- ¿Pablo?

***

Desde que Dolo lo dejó, los únicos ruidos que por la noche se escapan de la habitación de Pablo son sus ronquidos uniformes y la música que siempre escucha para quedarse dormido, y que sigue sonando tenue hasta el día siguiente. Esta mañana el sonido de una llamada en el móvil se suma a la cacofonía de ronquidos y estrofas de una vieja cancion de Los Secretos: “Corriendo sin descansar, / no quiero mirar atrás, fugitivo sin ciudad. / Por eso, no vuelvas nunca más, / ya no vuelvas nunca más; / busca un lugar que sea lejos. / No vuelvas nunca más.” En la confusión del que se despierta súbitamente, con muy pocas horas de sueño encima, Pablo no tiene tiempo de pensar en Enrique Urquijo, ni tan siquiera en Dolo, solo alarga el brazo hasta la mesilla de noche, desliza el dedo y se acerca el teléfono a la almohada.
- ...
- ¿Papá?

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