Perspectivas

Cifras sin letras en las previsiones del déficit público en España

En los últimos tiempos asistimos  a una ceremonia de la confusión en la que parece que, de los postulados ideológicos más simplistas, de uno u otro signo, se llega directamente a las cifras y a la confrontación política sin solución de continuidad

La guerra de cifras sobre las previsiones del déficit público de España, a partir del aviso de la Comisión Europea sobre un posible incumplimiento en este ejercicio y el próximo, ha tenido un lugar destacado en el debate económico de estas semanas al sumarse distin tos organismos a un debate de números que en líneas generales rebajan las expectativas oficiales. Es muy probable que las cifras manejadas por el gobierno español sobre el incremento de ingresos de la Hacienda Pública y el crecimiento del PIB (3% en el 2016, entre dos y tres décimas por encima de la mayoría de las estimaciones de otros organismos y centros de estudios económicos), destilen cierto optimismo injustificado en un año electoral, sobre todo si tenemos en cuenta el impacto de la desaceleración a nivel mundial de confirmarse la ralentización de China y el brusco retroceso en consecuencia de muchas economías emergentes.

Pero también es cierto que Bruselas juega un papel muchas veces sobreactuado de estricto contador, cuando en realidad ha errado en numerosas ocasiones sus cálculos y ha abusado también de la evaluación del  desfase de la cuentas públicas por Estado como epicentro fundamental del análisis económico en el seno de la UE y de su control como único remedio universal para salir de la crisis. 


Al margen del folletín que ha generado la regañina de la Comisión Europea, y sin restar importancia al necesario análisis y contraste de previsiones, siempre queda la impresión de que no se abordan los temas de gran calado que subyacen a los números. Se habla, por ejemplo, de cifras brutas de gasto público, pero no se valora verdaderamente la calidad de los servicios, la corrección de duplicidades, el correcto uso de las partidas, una posible reforma de la administración, la meritocracia, la adecuación de salarios en cada parcela de la función pública, etc.  Asimismo, a  nivel europeo nadie plantea propuestas claras y globales de armonización y optimización de recursos. 


En cuanto se ponen encima de la mesa cuestiones como unos ejes compartidos de diplomacia exterior, un ejército común o, simplemente, unas normas de unión de criterios para el sistema bancario, la discusión se vuelve eterna y poco resolutiva,  ya no digamos si se tratan temas más controvertidos como la emisión de deuda pública europea, una política común de inmigración o, en términos más ambiciosos, la elaboración de una estrategia común de desarrollo industrial, comercial y tecnológico. Qué decir de temas de más enjundia sobre cómo resolver la convivencia del modelo social al que nos abocarían lo que parecen ser tasas perennes de bajo crecimiento, una desigualdad en aumento, el progresivo envejecimiento de la población o una masiva robotización del sistema productivo.


Volviendo a los objetivos de cuantificación, por el lado de los ingresos del Estado también parece es difícil plantear objetivos ambiciosos en línea con la evolución del PIB, si la capacidad de cotización y pago de impuestos de unos salarios menguantes es a su vez decreciente. Pero en este terreno  la discusión es también poco esclarecedora cuando tratan las causas y el impacto del deterioro de las condiciones laborales o la conveniencia de un nuevo modelo fiscal. Todavía queda en el terreno del suspense si la deflación salarial es un factor ineludible de competitividad, un modelo productivo hasta ahora asociado a países en desarrollo que ha venido para quedarse o una etapa de transitorio sufrimiento colectivo hasta que las antiguas recetas den los frutos prometidos. 


En los últimos tiempos asistimos  a una ceremonia de la confusión en la que parece que, de los postulados ideológicos más simplistas, de uno u otro signo, se llega directamente a las cifras y a la confrontación política sin solución de continuidad, con pinceladas de corte nacionalista en toda Europa y la percepción de que los temas se abordan con escasa visión global.  Independientemente de la dicotomía de ajustes o estímulos es necesario generar nuevas estrategias de crecimiento y apuntar a la eficiencia de las políticas públicas.

Moldear las cifras siempre es menos comprometedor que manejar planteamientos y, en resumidas cuentas, es más sencillo esconderse en la tecnocracia y el dogma a partir de discursos ya muy manidos que hacer de Europa una verdadera potencia a partir de modelos innovadores y unos valores propios que a la larga nos permita quedar cortos en unas previsiones cuya importancia quedaría supeditada a verdaderas políticas de fondo. 

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