ÁGORA ECONÓMICA

Dos crisis para un solo aniversario

Concept of failure of a businessman due to crisis

Hace diez años estallaba la mayor crisis financiera de la era moderna. A raíz de este aniversario se ha vuelto a rememorar el episodio de la caída de Lehman Brothers y los momentos posteriores de pánico. La literatura sobre este acontecimiento histórico ha sido abundante y aunque el tema ha sido analizado desde muchos puntos de vista y observado con discrepancia desde diferentes corrientes de opinión, hay una serie de cuestiones relevantes y en algunos casos no tan comentadas.

A la actividad económica de Estados Unidos ya presentaba signos preocupantes varios meses antes de la caída de Lehman Brothers y el ambiente empresarial estaba en cierta medida enrarecido, pero la euforia de la etapa expansiva nubló la perspectiva colectiva y nadie quería ser un fatalista,  máxime si sacaba partido del ambiente optimista. Antes de la crisis se llegó a hablar del fin de los ciclos y de un mecano natural que favorecería un crecimiento continuo en los albores de la economía del conocimiento, las redes y la gran globalización. Ni siquiera el rescate de los dos grandes bancos hipotecarios, Freddie Mac y Fanny Mae, evaporó los efluvios del aire de fiesta. A partir de ahí llegó la caída de Lehman Brothers, la incredulidad, el pánico, la ira… pero también la interesante y en gran medida sorprendente reacción de aquellos que tuvieron que tomar las decisiones más inmediatas.       Sin entrar a juzgar las causas de la crisis sobre criterios de responsabilidad o en términos morales, sobre lo cual se ha escrito mucho, resulta interesante observar la reacción de los principales representantes de la banca, los responsables económicos del gobierno y el presidente de la Reserva Federal, los cuales tuvieron ante sí una crisis sin precedentes y la necesidad de tomar decisiones rápidas. La larga etapa de optimismo y autocomplacencia dio paso a momentos de vértigo sin solución de continuidad, pero la reacción fue en gran medida sorprendente.

Bajo un primer conato de ortodoxia a partir de la idea de que cada “palo aguante su vela”, con la intención de dejar caer sucesivamente a las entidades financieras y aseguradoras atrapadas en la ola de contagio de la crisis, casi todos vieron que dicho palo, a su vez, había sido sostenido por muchos y que, o daban paso a medidas audaces y poco convencionales, o el cirio caería sobre toda la economía con un poder destructor sin precedentes.

En una de las reuniones celebrada pocos días después de la famosa caída de Lehman Brothers, el propio presidente George Bush, acorralado por las posiciones tajantes de sus asesores y de los principales actores financieros, llego a decir que “si no se afloja la guita nos vamos al infierno” y Hank Paulson, secretario del Tesoro, suplicó al Congreso que diese luz verde a una inyección de más de  700.000 millones de dólares, dando lugar a una batería de estímulos fiscales y la activación de plan inmediato de rescates sin precedentes dirigido a la banca. Todos dejaron de lado los dogmas y actuaron con una inesperada practicidad. Quizás la presencia del republicano Ben Bernanke como presidente de la Reserva Federal ayudase. Bernanke difuminaba en su concepción de la economía los límites teórícos entre Keynes y Friedman, entre la intervención pública y el libre mercado, con una visión pragmática y resolutiva que contrastaba con la anterior etapa del conocido como oscuro oráculo, a la postre solo oscuro, Alan Geenspan. El plan que impulsó Bernanke para bajar progresivamente a cero los tipos de interés e implantar el Quantitive Easing (QE) fue crucial, ejecutando la compra masiva de deuda pública y privada.

Asimismo, la propia valoración de los ejecutivos de la banca y de los principales gurús financieros fue igualmente clarividente para favorecer una respuesta expeditiva, en contraste con la poca energía mostrada para anticipar la crisis. Incluso en varias ocasiones, también en las reuniones a varias bandas realizadas tras la caída de Lehman, algunos altos ejecutivos de la banca llegaron a reconocer que intuían que hacía tiempo que el baile había acabado pero que era imposible dejar de bailar hasta que la música parase.

En cualquier caso, en lo que respecta a la capacidad de toma de decisiones y al riesgo desde la óptica de lo público, la respuesta fue ágil y audaz dadas las circunstancias, lo cual no era fácil y además, en gran medida, el resultado fue un éxito. Más allá del complejo alcance moral de las causas y los efectos de la crisis o de lo mejorable de otras medidas posteriores para repartir de un modo más equilibrado sus efectos,  lo que podría haber sido una debacle del sistema y un vendaval social, se transformó en una la recuperación del PIB relativamente rápida en Estados Unidos, acompañada de una mejora continua de los indicadores económicos, desde el paro hasta la bolsa, que a día de hoy rompen todos los registros históricos positivos.          

LA ARROGANCIA CAMBIÓ DE BANDO

Si trasladásemos el epicentro de la crisis del 2008 a Europa e imaginásemos el proceso de toma de decisiones en el continente, es probable que este ni fuese rápido, ni pragmático, ni mucho menos audaz y, de ser así, sería conveniente tenerlo en cuenta como reflexión de lo que podría ocurrir ante una nueva crisis (que la habrá).    

A rebufo del pánico y de las directrices que emanaban de Estados Unidos en 2008, las cuales eran premisas de aplicación dentro de planes de choque a escala mundial, Europa salió al rescate de grandes bancos del continente que habían importado el veneno de las subprime o que habían apostado en exceso por el ladrillo propio en países como España. Asimismo realizó un primer amago de políticas expansivas en línea con los planes de emergencia propuestos en Estados Unidos que, sin embargo, pronto se transformó en una gestión condicionada por el dogma, la rigidez teórica y la falta de adaptación a una realidad histórica concreta.

La onda expansiva de la crisis llegó con retardo pero con toda crudeza a Europa y la gestión fue en gran medida equivocada. Ya en las primeras fases de la crisis, el Banco Central Europeo, dirigido por Jean Claude Trichet, cometió un error incomprensible. En el mimo año que estalló la crisis, el BCE subió los tipos de interés de la zona euro al 4,25%, un nivel extraordinariamente alto. Lo que le preocupaba era la inflación, sin mayor intención de prepararse para una recesión excepcional y sin precedentes que amenazaba en el horizonte y la cual la Reserva Federal ya había valorado con una actuación sobre los tipos de interés a la baja en sentido contrario a Europa. Este fallo fue la antesala de una pertinaz obstinación en la divergencia con Estados Unidos en política monetaria y una de las causas principales de la desigual salida de la crisis en términos comparativos. Así, mientras que la Reserva Federal lanzó su primer QE en noviembre de 2008 y concentró toda su artillería en los cuatro años siguientes, el Banco Central Europeo, por el contrario, esperó hasta 2015 para lanzar su primera inyección de liquidez. En ese intervalo de tiempo el euro estuvo a punto de desaparecer y el proyecto de la Unión Europea al borde del colapso. Solo la figura de Mario Dragui, sustituto de Jean Claude Trichet al frente del BCE, tuvo un papel destacado como gestor eficaz para frenar un deterioro que parecía imparable a partir de sus famosas palabras de 2012: “haré todo lo posible y, créanme, será suficiente”.

Europa se centró en la culpa y el castigo entre estados más que en el diseño de proyectos ambiciosos de gran alcance. Mantuvo el concepto relativo de que cada “palo que aguante su vela” bajo un concepto de estado nación como palo y vela. Así, un país de tan poca relevancia en términos económicos dentro del continente como Grecia, estuvo a punto de tumbar el sistema financiero de toda la Unión y poner en jaque al euro. La deuda se disparó en los países del sur del continente y la salida de la crisis ha sido lenta y tortuosa. La arrogancia de los banqueros de Wall Street previa a la crisis pareció trasladarse a los despachos de la gobernanza de Europa tras el 2008. El resultado es un crecimiento comparativamente mediocre en el continente desde ese año, con un PIB cada vez más alejado respecto a Estados Unidos y China, y con una situación política inestable, influenciada en este caso por otro rescate, el de ideas nostálgicas simplistas de diferentes signo por parte de grupos extremistas y por la persistencia de problemas estructurales en muchos países del sur del continente que no se resuelven simplemente con una perspectiva contable de sus cuentas públicas. Si a ello añadimos el Brexit y el ensimismamiento de Alemania en su visión cortoplacista, reticente a asumir un liderazgo en cierta medida disruptivo, la situación sigue incorporando muchas incertidumbres a día de hoy sobre el futuro de Europa.

Desde luego no todo fue negativo en la primera etapa tras el desplome, Alemanía, por ejemplo, desarrolló en términos microeconómicos una gestión equilibrada en base a los acuerdos entre empresas y trabajadores para aprovechar los colchones anticrisis a partir de horas extras disponibles para mitigar los despidos. También a nivel micro, la respuesta empresarial y emprendedora para reorientar la producción hacia el exterior en países con una demanda interna colapsada, como fue el caso de España, superó las expectativas.        

CRISIS PARALELAS

A nivel global la gestión de la crisis en Europa no fue buena, pero también hay que tener en cuenta que muchos de los factores de deterioro social tras la crisis no fueron solo fruto de los coletazos de la crisis financiera. Es probable que cuando se habla de los efectos de la crisis y de su resaca en términos, por ejemplo, de creciente desigualdad, deterioro de la clase media o riesgo de desintegración institucional, en ese caso con fenómenos observados en el conjunto de los países desarrollados en general, estemos hablando de otra situación que se ha ido gestando desde finales del siglo pasado, no como causa de la crisis del 2008, sino como un fenómeno en paralelo, acelerado quizás por ésta, que tiene que ver con otros factores como la baja inflación explicada por la concentración progresiva de los centros de decisión en grandes monopolios y conglomerados empresariales de nueva generación, la mutación del escenario  geoestratégico, los cambios en las pautas de demanda o la ralentización de la mejora de la productividad a escala mundial.  

Quizá fue mejor la respuesta a la crisis financiera del 2008 que la gestión actual de este proceso de cambio que estamos viviendo y que en un futuro puede verse además acompañado por una nueva crisis cíclica, confiando que en ese momento haya respuestas audaces y con amplitud  de miras cerca de nosotros.

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