EURO

Entre la política y los "ANIMAL SPIRITS"

A maze with a way out
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Hace unas semanas publiqué un primer artículo sobre Grecia y su posible futuro, utilizando la teoría de juegos para aventurar cuales eran de ser las estrategias más racionales

Hace unas semanas publiqué un primer artículo sobre Grecia y su posible futuro, utilizando la teoría de juegos para aventurar cuales eran de ser las estrategias más racionales que, según la misma, deberían de seguir el gobierno griego salido de las urnas del 25 de enero de 2015 y sus socios de la Unión Monetaria Europea, para defender sus respectivas posturas acerca de la reestructuración de la deuda griega y de proseguir  o no con las reformas comprometidas con la troika a raíz de la quita sobre la deuda realizada en el año 2012.
Como advertía en ese artículo, las estrategias allí comentadas, resultaban a mi juicio las más razonables en un contexto de teoría de juegos con un punto final de resolución de la relación entre ambas partes. Sin embargo, y si como parece ser el caso, no existiese ese punto final que auguraría la salida de Grecia del euro, entonces la estrategia más aconsejable sería una en la que ambas partes – la Comisión Europea y Grecia – colaborasen en la búsqueda de una solución que, sin ser la mejor para cada una de ellas individualmente consideradas, sí sería las más satisfactoria de las todas las posibles para ambas, permitiéndoles tanto a ellos como al resto de sus socios continuar indefinidamente, aunque no sin sobresaltos, el camino emprendido cuando se creó la moneda única.
En todo caso, también habría que tener en cuenta otros factores de índole estrictamente política que resultan imposibles de modelizar simplificadamente y que, para bien o para mal, están fuertemente influidos por cuestiones tan intangibles, entre otras, como la confianza de los mercados y en las instituciones, los sentimientos ciudadanos, los intereses de los gobiernos, la solidaridad de los agentes y organismos económicos e institucionales, y las alianzas geopolíticas entre países, que convierten cualquier conjetura en un ejercicio de cambiantes parámetros de geometría variable, cuya solución definitiva tan solo podrá comprobarse cuando tras diversos tiras y aflojas, sean la diplomacia y el interés político los que consiga alcanzar un acuerdo que convenga a todos los intervinientes en su consecución.


Y a este respecto quizás convenga retrotraernos a lo acontecido en las postrimerías de la II Guerra Mundial cuando ajenos a la suerte que les esperaba tras la contienda, los países del este de Europa, los países bálticos y también los países balcánicos, vieron como una tan sencilla como frívola media cuartilla de papel escrita por el Primer Ministro británico Sir Winston Churchill, entregada en mano y comentada por él con Stalin el 10 de octubre de 1944, decidió su destino para los próximos 40 años, hasta que la caída del muro de Berlín les devolvió la plena soberanía que se les arrebató en aquellos aciagos días de negociación entre los vencedores de la contienda.
En la hoja en comentario, Churchill fijó los porcentajes del reparto entre las tres grandes potencias de los países que o bien habían combatido al lado del Eje o bien habían sufrido prologados períodos de ocupación con la consiguiente pérdida de soberanía nacional que ello conllevó. Dichos porcentajes establecían que en el caso de Rumania, el 90% de su territorio sería administrado por la URSS y el 10% restante por los aliados; para Yugoslavia y Hungría, el reparto sería al 50/50; en Bulgaria el 75% le correspondería a la URSS y el 25% a los aliados … y en el caso de Grecia, el 90% sería administrado por Gran Bretaña y el 10% por la URSS.
La URSS cumplió con su parte y no apoyó al partido comunista griego en la guerra civil que, aunque había estallado ya en 1941, continuó después de la derrota alemana, prolongándose hasta 1950 y que culminó con la instauración de una monarquía parlamentaria que subsistió hasta el golpe de los Coroneles en abril de 1967 y culminó con la proclamación de la actual República griega en julio de 1974.


Viene esto a cuento de subrayar la importancia geopolítica que Grecia ha significado tradicionalmente para Europa y los Estados Unidos por ser uno de los países llaves para el acceso al mar Egeo y por actuar de contrapunto a una Turquía, mitad europea y mitad asiática, en el delicado equilibrio entre ambos países en el seno de la OTAN.
Hoy, superados muchos de los condicionantes de aquel inusitado reparto territorial de Europa, y al margen de la problemática económica de una Grecia lastrada por sus propios errores, traducidos en una deuda insoportable de mantener y por las reformas comprometidas con la troika bajo el ortodoxo principio de una austeridad absolutamente insensible con los padecimientos de sus ciudadanos, el auténtico problema que se está dilucidando en los despachos de los organismos supranacionales europeos y en las cancillerías de los países del área euro, tiene también un marcado carácter político, derivado de la respuesta a si es o no posible mantener a medio y largo plazo un proyecto de consolidación monetaria, como es el euro, si se produce la quiebra de uno de los principios fundamentales sobre los que se sustenta su credibilidad y que no es otro que el llamado “principio de la irreversibilidad”, por el cual ningún país debería poder abandonarlo o ser forzado a ello, por el riesgo que comporta lo que Barry Eichengreen o Paul Krugman han venido en llamar “la madre de todas las crisis”.


Y en la búsqueda de una solución que consiga la aparente “cuadratura del círculo” que, simultáneamente: a) permita a los países del norte de Europa – especialmente Alemania – decirle a sus ciudadanos que el acuerdo alcanzado no va a significar una losa para las saneadas arcas de los mismos; b) garantice la seriedad del cumplimiento de los compromisos nuevamente renegociados ahora con Grecia, a través de la firme asunción por parte del nuevo gobierno de establecer una especie de “punto final” que evite la inestabilidad derivada de la incertidumbre de si habrá o no futuras “circunstancias” que obliguen a desandar el camino trazado; c) aleje el peligro de que otros países periféricos – pero también Francia e Italia – reivindiquen cambios en las políticas hasta ahora seguidas, tanto más inconvenientes cuanto las perspectivas económicas para Europa en el año 2015 y 2016 parece que empiezan a justificar los esfuerzo realizados; d) permita a Syriza presentar alguna baza – aunque sea más de forma que de fondo - que justifique las expectativas de cambio que su discurso soberanista frente a la Troika había despertado entre sus votantes, a la vez que permita una dosificada flexibilidad en las reformas, aún muy lejos de completar, que proporcione un cierto alivio y sobre todo comience a vislumbrar un futuro para la depauperada economía griega.
En este contexto, convendría diferenciar el diferente carácter de los dos problemas fundamentales que tiene por delante Grecia. Uno, el problema del repago de la deuda soberana griega, es un problema más de fuero que de huevo, por cuanto todo el mundo está de acuerdo en que dicha deuda va a resultar absolutamente imposible de pagar y para el que la única solución real es la asunción de una nueva quita por los acreedores, que resultaría más onerosa desde un punto de vista de “coste político” que desde la óptica de la capacidad de ser absorbida, sin grandes sobresaltos, por los mismos que, en su inmensa mayoría son organismos públicos europeos.
Así, teniendo en cuenta los datos del Cuadro de Datos que acompaña estas páginas, vemos que la deuda griega ascendía en el mes de febrero de 2015 a 321.000 millones de euros, concentrando prácticamente el 79% de la misma diferentes Organismos Públicos Europeos y el Fondo Monetario Internacional. Mientras que los Mercados de Bonos solo tienen una exposición del 11,49%, lo que mitiga notablemente tanto las repercusiones de un posible abandono de Grecia de la Eurozona y la inevitable quiebra de las finanzas griegas que sucedería inmediatamente después de dicho abandono, como la posibilidad de condonar una parte de la misma sin provocar desajustes en las finanzas públicas de Europa.


Si hacemos un pequeño ejercicio para adivinar el coste de una posible quita de la deuda griega, vemos que si la misma ascendiese, por ejemplo al 60% del total de la misma, ésta quedaría reducida a unos 129.000 millones de euros que representan un manejable 95% del PIB griego (equiparable al de otros muchos países) que, teniendo en cuenta los plazos establecidos para la devolución de la misma, resultarían perfectamente asumibles por la economía griega (máxime si tenemos en cuenta que entraría en la cadena de refinanciaciones sin fin de la deuda que ocurre en la práctica totalidad de los países, que tan solo mantienen el valor facial de la misma atendiendo puntualmente a los pagos necesarios en cada vencimiento), liberando fondos de parte del superávit primario que ya ha empezado a generar, para atender a las necesidades sociales más urgentes, mientras que la quita de 192.000 millones de euros que supondría dicha medida, solo significa un ínfimo porcentaje del PIB de la eurozona.
Con la particularidad de que, la quita podría ser incluso mucho menor (pongamos de un 40%), si tenemos en cuenta la posible monetización de la misma (tratándose, otra vez tan solo de conservar su valor facial y dar plausibilidad al pago de los vencimiento cada vez que se produzcan) que plausiblemente se producirá como consecuencia de las medidas de flexibilización cuantitativa emprendidas en marzo por el Banco Central Europeo, las cuales  van a significar un alivio para el problema de la deuda de todos los países de Europa en el medio y largo plazo.
Sin embargo, el problema de la quita de la deuda, aunque al reducirlo a una cuestión numérica, pueda aparentar que tiene un trasfondo más político que económico, derivado del impacto electoral que el anuncio de la misma podría tener no solo en los países periféricos, sino también en los países centrales del área del euro, en realidad tiene también un marcado carácter económico, que tiene que ver con los “animal spirits” derivados del impacto que una medida de ese calado, aplicado a un país de la eurozona, tendría sobre la conformación de las expectativas presentes y futuras de los mercados que empezarían a desconfiar gravemente de cualquier medida de política económica anunciada bien por cualquier país sometido a un cambio de gobierno, como de las anunciadas por las autoridades económicas supranacionales de la Unión Europea. Y este efecto sobre la conformación de las expectativas de los mercados, instalaría a Europa en una situación de permanente incertidumbre y desconfianza del que le resultaría muy difícil salir.


El segundo problema, ya puramente económico, tiene que ver con las reformas estructurales que tiene que hacer sí o sí Grecia, para salir, en algún momento todavía lejano, de su actual situación de postración económica. Y estas reformas, desafortunadamente, van por delante de la reconstrucción del estado del bienestar al que todo gobierno debería aspirar para los ciudadanos de su país. Porque si no hay reformas estructurales, el estado del bienestar tendría que ser soportado por unas subvenciones que, en el caso griego, solo pueden provenir de una Europa que no está dispuesta a ver como su dinero va a parar a un pozo sin fondo sobre el que, además, no tiene ningún control.
Aunque, un acuerdo conjunto de la eurozona para unificar las políticas fiscales de los distintos países que va a resultar imposible de conseguir en el corto y medio plazo, y las más realistas medidas a corto de relanzamiento del crecimiento económico europeo apoyándose en Plan Juncker, son dos bazas a jugar para hacer realidad los sueños de los padres fundadores de la Comunidad Económica Europea que fueron forjados en la voluntad política de una Alemania consciente de que su futuro pasa también, inevitablemente, por la culminación de la construcción de Europa.

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