SEMBLANZAS ENCONTRADAS

El furtivo que vendió su BMW

Pepe, en un rincón de su casa, en Mougás.
photo_camera Pepe, en un rincón de su casa, en Mougás.

Calenturas otoñales o muy largas o mortales”, reza el refrán; pero Pepe lleva 15 años sin saber lo que es un catarro. “El mar lo cura todo”, asegura. Tema aparte son las melancolías. 

Vive en Mougás, en donde el horizonte apunta a la Américas; vive entre la citania de Santa Tecla, en donde los celtas lo hacían acuclillados cabe la lumbre en los pétreos castros, y Bayona la Real a donde arribó la Carabela. Vive en cincuenta metros cuadrados, un habitáculo con baño y cocina por el que paga seis quilos de percebes al mes, incluida la luz y el agua. “No necesito más, solo quiero enterarme de las noticias, escuchar música, dormir y que no me llueva dentro”. Vive en un gozo continuo, incluso trabajar le regocija.

“En los meses de erres, en piedras no te sientes”, reza otro refrán; pero Pepe las abraza, las cuida, las conoce por su nombre: “A pedra das mulleres”, “A polbeira”, “A pedra rubia”… No les hace el amor, porque ya las hizo el amor de su vida. “Hay que trabajar la piedra para que no se envicie, si no el percebe se vuelve “picholón” (picha floja) y es todo agua”. Pepe se refiere a que el percebe, como los árboles del bosque, debe tener espacio suficiente para no crecer solo hacia arriba. Algunas piedras se le resisten. “Le tengo muchas ganas a aquellas dos”, las señala desde el acantilado: inaccesibles, fatales, como esas amantes de paso que nunca acaban de irse del todo. 

Pepe es un furtivo. 

Un ilegal. 

Pero no un refugiado. Vive de su “raspeta”, y de sus manos. 

Él prefiere que lo llamen disidente. Se iba a echar al monte, pero lo pensó mejor y prefirió echarse al mar. Tenía una empresa de distribución de productos cárnicos, vendía toneladas de embutidos, mantenía quince empleados, una esposa, dos hijas y un BMW de los caros; bebía buenos vinos, comía en buenos restaurants, viajaba por toda la Península. Las cosas no le iban del todo mal, empero, algo no iba bien en su cabeza. “El sistema te comprime – argumenta aspirando un cigarrillo-; y cuando las cosas no marchan bien no trato de cambiarlas, me piro”. 

Pepe pasó de la vorágine a la disidencia. “Si antes hubiese sabido que se podía vivir de esta forma, antes hubiese elegido esta forma de vivir”, asegura. Alto, enjuto, cabello a lo Robinson Crusoe; este Neptuno de las riberas fue en su juventud jugador, y luego entrenador, de baloncesto: “El Bosco”, “Álvarez”, “Ademar”…, todavía resuena en su mente el embate de las gradas. 

Un buen día Pepe metió el barco en los farallones. “Todo se torció con la muerte de mi padre, me dejó desnortado”, reconoce. Pepe y su familia también se rompieron por la mitad. La empresa acusó la falta de timonel. Las desavenencias vinieron con la falta de recursos. 

Pepe tiene ahora 65 años. Lleva doce alejado de la inhóspita vida de urbanita. Puede cobrar ya la jubilación, “ya he cotizado lo suficiente”. Pero prefiere seguir en la aventura de subsistir por sí mismo. Huele a mar, a peligro y a denuncia. Llegó a acumular 280.000 euros en multas. “Sé que prescriben –sonríe- ahora no debo casi nada”. No tiene reloj, ni tarjetas de crédito, ni coche, ni carnet de conducir. Se maneja por la hora del sol, como las gallinas; o como los romanos, “levántate temprano, acuéstate temprano y tendrás salud”; por eso rebosa vitalidad. Ha de procurarse el alimento cada día, como todos los animales salvajes de la creación, y no carretearlo de los supermercados, como la mayoría de los humanos. “Trabajo para vivir, no vivo para trabajar”. 

El DNI lo tiene caducado: “Yo sigo siendo el mismo –puntualiza-, no sé por qué tengo que renovar mi identidad”. Hace tres años que no va ni siquiera a Vigo. Su última analítica –que le costó dos kilos de percebes- la envidiaría un nadador olímpico. Su mundo son sus rocas, y el Real Madrid, “cuando va perdiendo me voy del bar, no quiero que se cachondeen de mí”. 

Hoy el día amaneció mal encarado, el aire desapacible, el frío hiriente. El sol se pudre tras un cielo de amianto; para él es un día ideal, así no le podrán ver los vigilantes. Lo acompañamos. Sabemos que el furtivismo es una constante en todas las serranías, pero aquí no hay leyenda, ni alarde de ejemplares capturados, ni rayos infrarrojos, ni armas prohibidas. Hay reumas, mojaduras, resbalones. Y las manos llenas de rasguños. 

Los percebes los va eligiendo uno a uno, los mejores, como el jardinero que entresaca las rosas más lozanas de un rosal. “No como otros que meten la “raspeta” sin piedad en una piña para luego aprovechar a lo mejor un par de uñas”. Él se desmarca: “Soy furtivo, no depredador”. 

Pepe sale a faenar siempre en solitario, a veces con niebla, a veces de noche; a veces vuelve exhausto, voluptuosamente exhausto, incluso cuando le decomisan la captura: “Los vigilantes hacen su trabajo, sin ellos esto sería un caos”. Si algo le ocurre nadie sabrá a quién avisar. Porque Pepe ha renunciado a su familia.

Es posible que Pepe acumule deudas con el Fisco, cuentas con la Justicia y tenga caducado el DNI, pero está en paz consigo mismo. O eso parece. “¿Pepe, qué echas de menos?”. Pepe tiende la vista hacia poniente, da una calada al cigarrillo y, de algún modo, se traga sus palabras. “Una familia”, suspira. 

Las olas murmuran entre los rompientes de cabo Silleiro. El día juega al escondite con el mar tras las islas Cíes. El horizonte enrojece, quizás avergonzado de la respuesta de Pepe. Pero mañana el sol volverá a salir, y Pepe ya no resultará tan paradójico. Al fin y al cabo todo hombre, pobre o rico, es un necesitado.

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