De Galicia a Berlín, tres mil kilómetros para tirar el muro

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El 9 de noviembre de 1989 Berlín se convirtió en el centro de atención de periodistas de todo el mundo. Desde Galicia, el autor del reportaje viajó en coche para ser testigo de un acontecimiento que cambió las fronteras de Europa

El 9 de noviembre de 1989 era jueves. Víspera de unas cortas vacaciones que pensaba pasar en Portugal. Un día estupendo para ir al cine. Había elegido “Gringo Viejo”, inspirada en la última aventura del periodista y escritor Ambrose Bierce en el México revolucionario según un relato del escritor Carlos Fuentes. Mientras apuro una cena rápida antes de entrar en el cine veo en el telediario que la que entonces llamábamos Alemania Oriental, y que ellos denominaban República Democrática de Alemania, había abierto sus fronteras para que sus ciudadanos pudiesen salir libremente a los países de Europa Occidental. El muro de Berlín estaba a punto de caer.

Había estado en Berlín once meses antes. El muro tenía la misma edad que yo, 28 años. Quizás influido por esa circunstancia y por el espíritu aventurero de Bierce, que en la película de Luis Puenzo interpretaba Gregory Peck, al salir del cine comenté con mi mujer: ¿Y si en vez de a Portugal nos vamos a Berlín? Mientras caminábamos de regreso a casa hicimos un plan más o menos improvisado con los preparativos necesarios para emprender el viaje y dedicamos las primeras horas del día siguiente para cumplirlos. Salimos de Vigo en la tarde del 10 de noviembre y llegamos a Berlín en la tarde del domingo, 12. No había autopista para salir de Galicia, y al llegar a Alemania, para cruzar hasta Berlín Occidental, había que utilizar uno de los pasillos internacionales, autopistas cerradas sin áreas de servicio ni salidas que conectaban algunas ciudades como Hannover o Nuremberg con nuestro destino.

Exuberante, en 1989 Berlín es la ciudad menos alemana. Tanto en la República Federal como en la RDA, las ciudades quedan desiertas poco después de las nueve de la noche. Sin embargo Berlín, conserva su vitalidad hasta el amanecer. Y más en esos días. Hay miles de personas en la calle, de día y de noche, sobre todo alrededor del muro. Incluso antes de que las autoridades orientales movilicen los equipos de demolición para abrir nuevos pasos rompiendo fragmentos del muro, miles de personas se acercan con picos, martillos y otras herramientas para echar el muro abajo. Un alemán improvisa un periscopio con ruedas para ver desde el lado occidental, por encima del muro, lo que sucede al otro lado mientras tanto. ¿Qué pasa con los nidos de ametralladoras que saltan automáticamente si alguien intenta cruzarlo? ¿Qué hacen los "bopos", los policías orientales que patrullan con perros adiestrados más de 40 kilómetros de perímetro amurallado?

Al lado de la Puerta de Brandeburgo, equipos informativos de las televisiones de todo el mundo instalan sus sets desde los que transmiten la noticia en directo.

UNA CIUDAD MILITARIZADA

"Una isla en el mar rojo" es como le llamaban los propios berlineses. Una isla de lujo y ostentación como forma de propaganda frente al enemigo comunista. Berlín es al mismo tiempo acogedora y misteriosa, cosmopolita y multirracial. Una especie de esquizofrenia urbana marcada por el muro y la ocupación militar que todavía mantienen franceses, ingleses y americanos, con sus ejércitos patrullando cada uno de los sectores en los que tienen dividida la ciudad: el sector del chapagne, el del whisky y el de la coca cola. En éste último se encuentra el Checkpoint Charlie, el único paso habilitado para que los extranjeros pudiesen cruzar del uno al otro Berlín y que en los últimos veintiocho años había sido escenario aventuras de espías, intentos de fuga y de intercambio de prisioneros.

Pero en este noviembre de 1989 el gran bastión del capitalismo en medio del telón de acero no está tan reluciente. En la Kurfürstendamm o en otras avenidas berlinesas proliferan los destartalados Trabant, coches con motor de dos tiempos y tres cilindros que ahuman con su gasolina mezclada con aceite el ambiente de unas calles plagadas de Mercedes, BMW y Volkswagen. Decenas de miles de berlineses orientales tienen tomada la que entonces es la ciudad más cara de Europa. Se asombran ante unos escaparates plagados de productos que jamás habían visto en los comercios del lado oriental donde es posible comprar libros y discos a un precio irrisorio pero un radiocassette cuesta 70.000 pesetas, cuando en una ciudad occidental se puede conseguir por una décima parte. Conscientes del posible impacto consumista que causará la ciudad en los nuevos visitantes, las autoridades han tomado la decisión de regalarle cien marcos, 6.300 pesetas de entonces, a cada alemán oriental que pase al lado occidental, con tan solo presentar su carnet de identidad en cualquier banco o caja de ahorros.

Al mismo tiempo, muchos comercios ofrecen descuentos de hasta el 40 por ciento en sus productos, de manera que quienes crucen vean más asequibles unos precios que, no obstante están muy por encima de sus posibilidades, ya que si bien supuestamente el marco de ambas alemanias está a la par, la realidad es que cien marcos orientales solo valen nueve marcos occidentales. Esto explica la existencia de comedores sociales de campaña en los que se les da comida y cena a los recién llegados, incluso los albergues para que no tengan que dormir en la calle o en sus coches con temperaturas que bajan de cinco grados bajo cero en la madrugada.

A medida que pasan los días y que perciben que el cambio es definitivo, los alemanes orientales regresan a sus casas. Muy pocos se quedan en una zona occidental donde carecen de recursos y de empleo para vivir. Algunos se llevan golosinas, juguetes, pequeños electrodomésticos... El tránsito por las nuevas brechas abiertas en el muro se convierten en un trasiego de personas cargadas con bolsas. Muchos con lágrimas y sonrisas, signos de un sentimiento de felicidad porque tras veintiocho años pudieron reencontrarse con sus hermanos, con sus padres, con sus amigos, a los que un día de agosto de 1961 había separado una alambrada de espino y después un muro de hormigón que hoy, ya es historia .

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