MÚSICA

La adicción a la belleza de lo oscuro

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El jazz de Chet Baker es sanador, purificador, sin florituras...obra de un hombre atormentado, incapaz de enfrentarse a sus demonios

Cada cierto tiempo el cuerpo instintivamente nos pide cosas que no le podemos negar, aún a sabiendas de que pueden doler. A mí me pasa desde hace muchos años y  últimamente muy a menudo, cosas de la edad, con Chet Baker.

Rara es la semana que mi vida no se deja caer un par de horas por sus grabaciones, ya sean de estudio o en directo. Mi cuerpo parece necesitarlas como buscando una inyección que amaine la ansiedad del trabajo, el dolor de cabeza y los malestares musculares.

Ya sea su voz, su forma única de tratar su trompeta o proyectar su imagen en la habitación -sentado en un silla con las piernas cruzadas, cabizbajo, su mirada clavada en el suelo de parqué- hacen que todo deje de doler por un instante

Su jazz es sanador, purificador, sin florituras más allá de un adorno exquisito a lo que muchos llamamos la belleza de la tranquilidad y lo simple, suave. Uno piensa que esa música solo podría ser pensada e interpretada por un ser de luz, pero  la realidad siempre nos da en la cara.

En cuanto uno se enamora de esa idea y busca más sobre Baker el terciopelo de sus arte se convierte rápidamente en papel de lija y a un servidor le resulta imposible separar artista y obra por un momento.


Chet Baker era un hombre atormentado, un ser oscuro incapaz de enfrentarse a sus demonios que lo persiguieron toda su corta vida. Un déspota sin palabra, poco fiable encima de un escenario (salvo cuando él quería) y mucho menos fuera de él


Adicto a todo aquello que destruye el cuerpo y que proporciona tanto dolor como satisfacción instantánea, un dolor que no soportaba y que lo consumió a él y a todo lo que le rodeaba.

Cuando suena en la habitación “I’ve never been in love before” y uno proyecta su imagen en esa silla  a Chet le cuelga un mechón de  su tupé que le cubre la cara mientras susurra. Su rostro de James Dean poco a poco va dejando paso a esas arrugas que la vida le fue poniendo a cada mal paso que dio, demasiados.

Para cuando llegan las últimas notas, Baker se convierte en un decrépito anciano de 58 años y desaparece mientras uno acaba maldiciendo esa belleza que suena, porque entiende que fue ella y solo ella, la que no lo dejó ser otra cosa.

A veces el precio a tanta luz es la más terrible oscuridad.     


 

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