LA CRÍSTICA

“John Wick”: Pacto de sangre y hedonismo

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el director pone el acento en el plano estético con una puesta en escena muy recargada

La violencia, en su expresión más plástica y cruda, como espectáculo. La acción como fin y no como complemento al servicio de la trama ni excusa para moralinas. Este espíritu libre de complejos y puramente formalista fue la clave que hace un par de años convirtió a John Wick en un inesperado -inédito, de hecho, en las salas de nuestro país- y casi redentor hallazgo para los amantes del género en su variante más escueta, desatada, brutal y ya casi olvidada. 

Su secuela, de nuevo protagonizada por el hierático, en este trance con coartada, Keanu Reeves, sigue fielmente la estela de su predecesora ahondando en aquel espíritu hedonista y ultraviolento mientras busca ampliar el singular universo y mitología de un personaje que ha hecho de su austero carisma y de su eficiencia a la hora de despachar esbirros su seña de identidad. Un tipo seco, silencioso y solitario que no necesita acompañar sus exhibiciones con insolentes chascarrillos o ingeniosas arengas.

En esta secuela, para montar su elegante festival del mamporro a "Baba Yaga" le basta y le sobra con culminar su inacabada venganza y dejar que las consecuencias vengan solas. La hermandad de asesinos a la que un día perteneció no pasará por alto este desliz en su elegido retiro y... ya está el lío montado. No hay que olvidar que decenas de mafiosos rusos murieron porque alguien tuvo la brillante idea de matar al perro que le había regalado su difunta esposa y robarle el Mustang. Así es todo en el mundo de John Wick, tan básico y a la vez tan exagerado que roza la autoparodia.

Sin la sorpresa como gran baza, el especialista de profesión Chad Stahelski pone el acento en el plano estético con una puesta en escena más recargada en la que explora ambientes heterogéneos mientras va amplificando y dando más vuelo creativo a las secuencias de acción. Un enriquecimiento de la fórmula que respeta en todo momento esa diáfana brutalidad que hizo merecedor al hombre que vengaba a los perros de una segunda película. Y es que él es un asesino, pero no un tramposo. El pueblo sabe exactamente lo que puede ofrecer el sicario del traje negro: apabullantes peleas de todos contra uno, tiros a bocajarro, sangre a borbotones y un guión con la estructura argumental mínima que desprecia cualquier línea que no sirva para llevar la acción de un lugar a otro.

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