LA REVISTA

Mario, el hombre que creó Roma (y casi la destruye)

cayo-mario-660x330

Cayo Mario ha pasado de puntillas por la Gran Historia en parte debido a que antecedió en el poder a su sobrino,  Julio César. Fue el salvador de Roma y el fundador del ejército que crearía el Imperio. Y con ello llevó a la destrucción de la República

El episodio más curioso de la vida de Mario pertenece casi al género de la ficción. Una leyenda aseguraba que Roma no era el nombre verdadero de la ciudad y que había otro secreto que si pronunciaba en alto provocaría mil desgracias. Se trata de mito recurrente del mundo antiguo: los judíos, por ejemplo, tenían absolutamente prohibido decir cómo se llamaba su Dios, a quien apelaban Yahvé: sólo el sumo sacerdote podía hacerlo en lo más oculto del santuario del Templo de Jerusalén. Al parecer, Mario conocía el de Roma, que no era otro que Amor –la misma palabra, al revés- y un día, desesperado y deprimido, salió por la calle gritándolo. Hombres y mujeres se taparon los oídos para escapar de la segura venganza de los dioses.

Este episodio que quizá llegó a ocurrir es una anécdota en un hombre que lo pudo ser todo y todo lo perdió porque dio con otro mucho más inteligente y cruel, Sila, el primer dictador que abandonó el cargo por su voluntad. La anécdota, también conocida: se dirigía a su casa andando tranquilamente por la calle tras renunciar al poder absoluto cuando un hombre lo insultó. Sonriendo y calificándole de “imbécil”, pronosticó que ningún otro dictador dejaría el puesto por su voluntad: sólo por la muerte o deposición. Así ha sido. Sila ocultó la gloria de Mario, y la llegada de Julio César, justo a continuación, acabó por sepultar la memoria del político y general romano.

Y sin embargo Cayo Mario fue nombrado por sus propios conciudadanos como “tercer fundador de Roma” por la creación del Ejército, que reformó hasta convertirlo en una máquina bélica perfecta, por los éxitos militares que consiguió al frente de las legiones, y sobre todo por salvar a Roma de una invasión de los pueblos célticos y germanos que amenazaban con liquidar la pujante república. Por ello fue designado en siete ocasiones cónsul, el más alto cargo del Estado, algo que ningún otro ciudadano logró ni antes ni después.  Su última elección fue con 70 años y al poco falleció, fatigado por las guerras y la implacable oposición de un Sila triunfante.
Mario era un aristócrata pero se convirtió en jefe del partido de los populares en Roma frente a la oligarquía que representaba el Senado. Entendió que con el pueblo de su lado podría conseguirlo todo. No se equivocó, y su sobrino, Julio César, continuó por el mismo camino.

Pero  mucha mayor trascendencia tuvo la creación del Ejército Romano, la palanca que le dio el poder absoluto a la Urbe en el mundo antiguo. Lo hizo cuando constató que el sistema de levas de ciudadanos para formar legiones provisionales ya no servía ante la expansión de la república. Vio claro que se necesitaba un ejército profesional y permanente, con legiones que llevarían un nombre y un número y con un águila como símbolo que había que preservar. Funcionó durante más de 400 años, con una máquina militar implacable desde Escocia hasta el actual Irán.

La creación del Ejército profesional conllevó una consecuencia inesperada: los legionarios acababan siendo leales a su general antes que a Roma, lo que desembocó en las famosas guerras civiles que acabaron con la proclamación de Julio César, general invicto, como dictador permanente de Roma, que cometió su único error al querer cambiar las leyes básicas del Estado. Su asesinato sólo supuso alargar la agonía de la República unos años ante la llegada de su sobrino-nieto, Octavio César Augusto, quien hábilmente gobernó según la Constitución republicana como un  monarca imperial. Fue el primero. Nunca volvería la República.

Te puede interesar