ICONOS

Miroslav Tichý, el loco de la cámara

SAAS

Durante tres décadas se dedicaría a perseguir con la mirada a sus vecinas, y a la par elaborar un catálogo de formas, de sensualidad elegante con la que un día sorprendería al mundo. 

No creo en nada, salvo en mí mismo”. contó Miroslav Tichý (Kyjow, República Checa, 1926-2011) en “Tarzan retired" (2004) a Roman Buxbaum, en un documental sobre su vida. Buxbaum era pisquiatra, Tichý su vecino. Él fue el primero que se dio cuenta, que detrás de aquel anacoreta harapiento, rutinario, que se dedicaba a observar y fotografiar a sus vecinos, básicamente mujeres, había algo más allá que una muestra de desequilibrio. 

La inestabilidad de Miroslav se remonta a 1948, año en el que los comunistas checos se hacen con el poder, y a él, que era un avezado estudiante de bellas artes la nueva sociedad por descubrir no le31_result seduce lo más mínimo. Su extraña prioridad por ser sí mismo, sus anhelos libertarios, su academicismo en lo pictórico, resultaron todo un incordio para el régimen, que bajo la nebulosa de la estridencia y la locura lo enrolaron en viajes nada prósperos, entre cárceles y psiquiátricos de manera intermitente durante lustros. 

A las autoridades les costó encasillarlo, dejarlo naufragar en su agitado navío. Después Kyjoy, su pueblo natal, se convertiría en un cerrado universo y su centro de operaciones una desvencijada infravivienda en la que acaparaba todo el material que encontraba por las calles y al que daría lustre en la construcción de improvisados aparatos fotográficos. Sus conocimientos del medio, sus habilidades mecánicas, dieron pie a una imaginería tan maravillosa como las imágenes destiladas. 

Bajo la presencia mugrienta y desaliñada nadie percibía estrategia ni maldad. Durante tres décadas se dedicaría a perseguir con la mirada a sus vecinas, y a la par elaborar un catálogo de formas, de sensualidad elegante con la que un día sorprendería al mundo. 

Nunca quiso reconocimiento alguno, “Soy un escéptico” le decía a Buxbaum, ante la posibilidad de exponer sus fotografías de artesano, formas difusas, de foco libre, también de encuadre, pero llenas de intención. Él mismo las reencuadraba en cartón. Ni siquiera la propuesta de Harald Szeemann, gurú del arte, que lo llevaría a la Bienal de Sevilla de 2004, le harían cambiar de parecer. Mientras el mundo descubría sus ensoñaciones de trapo, él, a lo suyo, entre desechos con los que fabricaría sus cámaras e imágenes de una infinita delicadeza. “No creo en nada, salvo en mí mismo”, insistía.

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