Con buena letra

Paul y yo

Porque eso es escribir: empezar cada día con la certeza de la muerte y superarla creando algo nuevo que nos lleve hasta la última página. Y mañana, vuelta a empezar

Hablar de Paul Auster es inevitable: algo así como que, si hablas de escritores las veces suficientes, antes o después tendrás que hablar de él. El primer libro suyo que leí, hace casi 20 años, fue “El palacio de la luna”. Que me maten si recuerdo el argumento pero recuerdo nítido lo que había alrededor: las diferentes habitaciones donde lo leí, la ropa que llevaba, los chicos que me gustaban, lo que esperaba de la vida… Y, aunque no recuerde el argumento,  sé que lo que esperaba de la vida empezaba a estar marcado por él.


A partir de ese libro olvidado decidí que Auster era uno de mis favoritos: había encontrado una persona que entendía la vida y la literatura como yo, es más, alguien que veía que vida y literatura solo eran dos perspectivas del mismo todo. Su biografía daba sentido a la mía: si el publicaba libros y había trabajado cuidando una casa vacía o se había enrolado en un buque mercantil, todos mis trabajos absurdos tenían sentido. Éramos Paul y yo.


Pero entonces cayeron en mis manos sus otros libros. Esos libros. Los libros en los que Auster, quién sabe por qué, se enrosca en un sí mismo que no es él (no puede ser él) y, en nombre de la metaliteratura, escribe libros pretenciosos en los que llega a citar a Wittgenstein (¡santo dios!, ¡Wittgenstein!: ¿quién, en su buen juicio y por placer, lee a Wittgenstein?). Paul me abandonaba, se alejaba de mí, me rompía el corazón… ¿Qué estaba pasando?


Finalmente nos reconciliamos en cuanto leí la primera frase de “Brooklyn Follies”: “Estaba buscando un sitio tranquilo para morir”. ¿Por qué? Porque eso es escribir: empezar cada día con la certeza de la muerte y superarla creando algo nuevo que nos lleve hasta la última página. Y mañana, vuelta a empezar. 
Y así es como, Paul y yo, fuimos felices y comimos perdices.
 

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