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La fruta del verano

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photo_camera La fruta es el el aliado perfecto contra el calor y el sol.

Si pensamos en frutas de verano vendrá a nuestra cabeza un amplísimo catálogo, desde cerezas hasta melocotones, aquí te ofrecemos una selección de golosinas de la naturaleza

Si pensamos en frutas de verano vendrá a nuestra cabeza un amplísimo catálogo, que abarca desde piezas tan voluminosas como sandías y melones a pequeñeces como cerezas y picotas, pasando por brevas, higos y toda la gama de deliciosas frutas con hueso: melocotón, nectarina, fresquilla, albaricoque, todo el repertorio de ciruelas...

Pero hay una fruta que simboliza, o simbolizaba, mejor que ninguna otra el tiempo de estío. Y esa fruta es el tomate. Sucede que no solemos considerarlo una fruta, sino una hortaliza; pero es una fruta. Un fruto. De una planta que se encontraron los hombres de Cortés en México, a la que los naturales del país llamaban tomatl.

Llegaron a Europa a mediados del siglo XV. Al principio, como casi todos los productos vegetales americanos, fueron vistos más como curiosidades de jardín botánico que como comestibles; incluso se llegó a afirmar que los tomates eran venenosos. Finalmente, triunfaron; primero, tal cual (ya Tirso de Molina nos habla de la ensalada de tomates); después, como condimento: la unión de la pasta con la salsa de tomate le dio el espaldarazo definitivo.

Los italianos, en efecto, adoptaron el tomate, una vez desprovisto de su carácter de planta de jardín, con verdadero entusiasmo; probablemente sería el tomate, con la pasta y el café, lo que más echaría de menos un romano del siglo XXI trasplantado a la Roma de los Césares.

Y de Italia vienen no pocas cosas de comer relacionadas con el tomate. Piensen en los tomates secos, que nuestros cocineros acaban de descubrir. De siempre se han secado tomates al sol en el sudeste español; pero no hemos empezado a verlos en los platos, ni en los recetarios, hasta que se empezaron a importar los tomates secos sicilianos o calabreses. Lo que no vendan los italianos...

El tomate, entre nosotros, es también imprescindible. Es muy difícil imaginar nuestra cocina, nuestra dieta, sin tomates. Con la lechuga y la cebolla, integran la más popular de las ensaladas; prestan su color a los más conocidos gazpachos; hechos salsa, alegran pastas, verduras, huevos, mil platos; elevados a la líquida categoría de coulis o convertidos en compota es importante acompañamiento en la cocina creativa. Y untados sobre un buen pan se han convertido en acompañamiento perfecto.

El tomate, como decíamos, fue hasta no hace mucho tiempo un símbolo del verano. Hoy tenemos tomates todo el año; pero no es lo mismo. Cada año, cada verano, algún tomate se cuela entre mis mejores recuerdos gastronómicos estivales.

Suelen ser tomates de los que entra un par en un kilo, grandes, pero, sobre todo, compactos, de carnes prietas. Huelen a tomate, y saben a tomate. Hay quienes se los comen "a bocados", con unas arenillas de sal y, si acaso, unas gotas de aceite. A mí me gustan un poco más civilizados. Para empezar, pelados: la piel del tomate no tiene el menor aliciente.

Luego, cortados en rodajas, no en cuñas. Rodajas no muy gruesas, de medio centímetro. Unos pétalos de sal, que no solo dan sabor, sino que quedan bonitos. Un hilo de aceite virgen, más dulce que picante. Y ya. Bueno, me gusta ponerles un poco de cebolla o, mejor, de chalota en láminas muy finas. En cuanto a las hierbas... no soy muy partidario, aunque reconozco que el orégano le va bien, como le va muy bien la albahaca.

Tomate, lechuga, cebolla... He ahí nuestra ensalada "básica", por mucho que sabores y texturas sean poco compatibles. Yo prefiero cada cosa por su lado, con el denominador común de la cebolla o cebolleta; la lechuga y el tomate no acaban de llevarse bien. Eso sí: la ensalada tricolor es muy bonita a la vista.

Pero, puestos en plan cromático, vuelvo a Italia. A Capri, la isla de Tiberio, que nunca pudo probar ni imaginar la ensalada a la que su isla da nombre: la caprese, verdaderamente tricolore como la bandera italiana.

La receta clásica de la caprese es sencilla. Consiste en cortar en dados tomates rojos maduros, salarlos ligeramente y dejarlos escurrir en un escurreverduras o en un colador durante una media hora. Se pasan a una ensaladera y se añade mozzarella también en daditos, más o menos la mitad del peso del tomate. Se aliña con sal, pimienta y aceite de oliva, se incorporan unas hojas frescas de albahaca, se deja reposar todo un cuarto de hora en sitio fresco (pero no en el frigorífico, donde, por cierto, tampoco deben guardarse los tomates) y se sirve.

Si le añadimos unos filetes de anchoa de la máxima calidad (no hay buenos platos con malos ingredientes) la cosa ya alcanza lo sublime. Esta ensalada es, para mí, una de las cumbres del tomate. Con ella, desde luego, el gazpacho. Son... sabores del verano, esa estación cuyo astro rey es, sin duda, el tomate. 

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