MANUEL URGENTE DE OURENSANISMO

Estas arrugas sí que son bellas

Siempre preocupadas por los demás. Ellos miran distantes para demostrar que están más cerca que nunca. Abuelos. Todo a lo que puede aspirar un hombre de verdad.

Cada arruga esconde un siglo de sabiduría. Y casi siempre lo descubrimos demasiado tarde. Abuelas. Ellas saben que hace frío, que te falta algo encima de los hombros para salir esta noche, y da igual que haya 38 grados y estemos en la sartén gallega. Siempre preocupadas por los demás. Ellos miran distantes para demostrar que están más cerca que nunca. Abuelos. Todo a lo que puede aspirar un hombre de verdad.
Dicen que se muere la provincia. Que es un drama el desajuste demográfico. Y lo es. Casi tanto como no saber descifrar en las calles, en sus mayores, todo ese arsenal de experiencia, mezclado con una cierta mala leche, la que nace sin remedio de ver lo largos que hacen ahora los pasos de cebra, para esos que hace tres o cuatro décadas los cruzaban en dos zancadas.

SOMBRAS CANOSAS 
Hay ciudades en que parecen invisibles. La juventud es una enfermedad contagiosa como otra cualquiera. Hay urbes nerviosas que ocultan a sus abuelos en esa histeria cosmopolita, que ve antiestético todo lo que no sean cuerpos bronceados, hombres con fuertes cabellos, y pechos grandes en niñas de plástico. Y da lo mismo. Porque todos esos cuerpos perfectos quedarán en el desguace en un santiamén, pasado mañana, y entonces solo se verá el alma, y los días sin prisa y postreros asomarán para todos, como asoma la enfermedad o la soledad tarde o temprano. Casi siempre temprano.

EL Y ELLA 
Penosamente asciende un hombre la cuesta con dos muletas. Avanza bajo la solanera de las cuatro. Sudor en la frente, la camisa arrugada y mal conjuntada, y la chaqueta llena de lamparones. Quizá ella ya no está. Y los chicos viven lejos. Y se han ido muriendo los amigos. Pero las gafas están empañadas, titubea al llegar al cruce, y nadie parece verlo -malditas transparencias-, como lo he divisado yo tan a lo lejos. Pero una joven, casi una niña, como un ángel de la guarda, prende su brazo y le ayuda a cruzar. Y se va tras una sonrisa. 

El, que se ha dejado hoy y los gastados pulmones la vida en cruzar lo más rápido posible para no molestar a quien le ayuda, se revuelve viendo esos cabellos castaños y ese alegre vestido rojo perderse entre la gente entre felices andares de lozanía. No son más de veinte años. Los mismos que de pronto ha rejuvenecido el buen hombre, regalando una gran sonrisa de agradecimiento a esa joven, para siempre anónima. Ourense está plagado de estas pequeñas bellezas que te da la vida, en la esquina que parecía reservada solo para el luto y el olvido. Queda tanta gente buena.
Con los ojos brillantes y dilatados y el pelo nevado, a veces ausentes, a menudo no encuentran lo que buscan, no recuerdan el nombre de esa actriz que quieren traer a la conversación, y no entienden que los chicos ahora puedan vestir así. Y es lógico. Nadie lo entiende. Pero tienen un manera de andar por la vida muy especial: la del que emprende ya el camino de vuelta. Me los cruzo a diario. Me ven correr -es un decir-, porque llego tarde a algún sitio y se les escapa la media sonrisa de quién ya no tiene prisa porque conoce el secret de vivir. Del que ha llegado al final del arco iris y sabe que no hay un saco de monedas de oro. Y regresa por los años de descuento de la vida sacudiendo la cabeza y sembrando, al fin, lo único que quizá podremos llevarnos a la tumba: un poco de amor.

LA MEJOR EDAD 
En la senectud, hay quien prefiere pararse y contemplar sin más, y quien prefiere no detenerse jamás, no dejar nunca de aprender, de hacer, de pensar, de sentir. Entiendo y defiendo ambas posturas. Ni los talibanes de la actividad, esos que obligan a los mayores a no parar ni un segundo de experimentar novedades, ni los que apuestan por el modelo de la sabiduría de las tortugas, disponen de un camino único. La vejez es una actitud, dicen. Y un huevo. La vejez es la vejez. Algo extraordinario y doloroso, a veces. No en menor medida que la juventud, en la que todos añoramos volver a ser niños. Tal vez, si nos dejaran cumplir el sueño, querríamos volver a nuestra edad, tan pronto como, quedándonos indefensos, tuviéramos que pedir ayuda a algún grandullón. 

APRENDER Y APRENDER
Dan estas calles de Ourense la oportunidad de tratar con mil abuelos. Mucho más que en otros lugares de España. Lejos de parecerme una estocada, y sin renunciar a la premura demográfica, descubro en sus canas, arrugas, y torpezas, toda la belleza que aporta la tercera edad a este siglo tan egoísta, tan guapo, y tan fuerte. 
Quizá porque todos mis abuelos están ya en el Cielo, y cada día los echo en falta, veo en los rostros envejecidos y bondadosos de mi edificio, de mi calle, o de la plaza, un reflejo vivo de lo que un día ellos fueron para mí. Y fueron todo. 

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