REPORTAJE

Franciscanos, siempre 
con la casa a cuestas

Desde el cementerio de San Francisco se aprecian restos del antiguo convento sobre una hilera de nichos (JOSÉ PAZ)
photo_camera Desde el cementerio de San Francisco se aprecian restos del antiguo convento sobre una hilera de nichos (JOSÉ PAZ)

A los franciscanos, la comunidad religios más antigua en la ciudad, les van las mudanzas

Tras el traslado -1929- de San Francisco, se habló de un regreso; ahora, reacomodan instalaciones en un grupo de viviendas.

Mediodía en la iglesia de los Franciscanos. Como en todas, a la puerta, bajo la hermosa arquitectura abocinada de la entrada, varias mujeres rumanas piden limosna. ¿Qué religión profesan éstas? El superior, el padre Alonso, sonríe: “La del dinero”, dice. La iglesia por momentos es un hervidero de pobreza; a cambio de vales, muchos comen a diario en el bar de la esquina. “Los de la Tercera Orden -seglares- llevan las listas de los necesitados”, me cuenta.

Una cincuentena de fieles -martes- asisten a misa de doce, parte la oficia un presbítero, el alba blanca y el cíngulo lo señalan. El superior está en el confesionario, al fondo, en uno de los tres ábsides de esta iglesia en transición del románico al gótico; me hace un gesto de requerimiento. Uno se imagina lleno de señales invisibles adheridas en la frente. Quedamos al remate; no será la última vez, mientras se gesta el reportaje. Hablará a regañadientes; la edad y sus achaques han hecho mella en alguien que, según cuentan, era puro desprendimiento. El padre Alonso es el superior desde el mes de agosto, antes estuvo en Oviedo y A Coruña. En la ciudad es un viejo conocido, en tiempos ejerció buenas influencias.



Iglesia influyente

Otrora, sobre todo en el franquismo, la iglesia era la preferida por los militares, imagino, que por aquello de su relación con el cuartel, cuyas instalaciones ocuparon tras el exclaustramiento (1835) y a quienes les venderían el solar para financiar el traslado -49.860 pesetas- hasta el Parque. Imponía -me cuentan- verlos salir a todos tras la misa del domingo. Viste hábito marrón oscuro que, apoyado en la mesa de la estancia, le aporta un punto místico. Se muestra esquivo al relato; insiste en no confundir pertenencia, a no confundirlos con monjes, que son frailes. Pues eso, frailes.

Hoy son cinco, Luis, Feliciano, Alonso, Uxío y Cástor; salvo Uxío, a quien veremos con vestimenta deportiva, armado de libros, el resto van muy mayores. El fraile, que si quiere habla como un torrente, sin mediar aviso baja la mirada hacia su reloj, se levanta y abre la puerta, “mi tiempo hoy ha terminado”, pienso. “Vuelvo mañana”, le sugiero. “No, mañana no”, y dispara una lista de actividades ininteligibles.

Con la asistencia cómplice de Ricardo Seguín y Xabier Limia de Gardón, ambos introducidos en la orden, se perfila otro intento. Cuando llego, ambos están a la entrada, de pie, en conversación amable con el prelado. Ésta se llena de anécdotas y hasta emociones al mentarle su Lodoselo natal; todo va hasta que desaparece, dejándonos masticadas las palabras por decir.

“Esta iglesia es más corta en la cabecera –apunta Limia de Gardón, mientras caminamos-, inserta algunas partes que no estaban en la original”, dirige la mirada hacia una de las tumbas embutidas a ambas manos del coro: “A la nobleza le gustaba estar junto al altar para alcanzar antes el cielo”.

Arranca la misa, la conversación enmudece. Oficia el padre Alonso, le acompaña el padre Feliciano, de 86 y 87 años. A ambos, se les ve sufrir con disciplina.

La iglesia es en realidad un bello ábside enclaustrado en un gigantesco patio de manzanas. La residencia será reformada en un proyecto de seis pisos y bajo; en permuta, los frailes recibirán unas viviendas y abandonarán sus estancias, que como el padre Feliciano nos contará, “no pasan de meros cuchitriles”. Una pequeña plaza dará la ilusión de acercarse al templo.

En la sacristía, al remate de la misa, entre andamios y plásticos sugiero una nueva plática con el superior. “¿Qué quieres saber?” “Conocer un poco el día a día”, le respondo inocente. “Eso ni os va ni os viene; una cosa es lo que hace San Francisco, otra bien distinta la que hacen sus herederos”. Con la excusa de cerrar el acceso a la iglesia desaparece definitivamente.

El padre Feliciano nos enseña el escenario, una construcción constreñida que se apunta a una geometría imposible, un mecano alzado entre pasadizos y escaleras interiores que uno sufre al imaginarlos a ellos subir camino por ellas. El fraile, fue profesor de matemáticas y música de Ricardo, además de poeta, en Herbón. “¿Cómo se encuentra?", le inquiere Ricardo. “No estoy bien, y algún día peor”, responde con una sinceridad cristalina.

Avanzamos entre pasadizos de confusión. Al fraile, un hombre que ha trabajado en los cuatro continentes, se le nota cansado, sin aliento emocional. “Y do al más astuto nacen canas”, en la famosa epístola moral de Francisco de Rioja, que el viejo poeta recuerda, como diciendo que con la edad lo normal es que vengan los achaques. Nada le impide un último comentario al respecto de las obras que les hacen: “Nos quedaremos con las viviendas, pero perderemos el terreno para siempre”, dice con mueca preocupada.

Al salir, nos encontramos con Uxío, viene de reunirse con miembros de la Venerable Orden Tercera, seglares –al estilo del Opus, Otero Pedrayo formó parte de la Orden- que colaboran con los frailes. Uxío se dirige al fraile con respeto filial, y lo invita a salir más, algo que el padre rechaza. En el recuerdo tiene un resbalón que lo dejó malherido una ocasión, en un día de lluvia y le costó superar.

Al abandonar la estancia y pasar por la sala de reuniones del primer día, reconocí un hábito colgado junto a la puerta. La luz estaba apagada.

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