FIN DE LA BANDA ARMADA

Quince ourensanos que no celebran el fin de ETA

En cinco décadas la actividad terrorista de ETA segó la vida de 829 personas -856 según la AVT-, 68 de ellos, gallegos, 15 ourensanos. Policías, guardias civiles, concejales, taxistas, obreros, civiles. Todos inocentes.

Un hacha y una serpiente. El anagrama de ETA sobrecoge. La serpiente se enrosca sobre el mango de la herramienta hasta superarla. “Hay que utilizar la fuerza con inteligencia, no la fuerza bruta”, decían, un principio, sólo, fundacional. Lo que empezó como una organización para golpear al franquismo, en defensa de los intereses de un pueblo, superó la Transición y la democracia hasta convertirse en un mero anacronismo violento, en mueca de lo que se decía defender. Tras de sí, una sociedad dividida, silencios cómplices, un infinito dolor -sobre todo- para las familias que simplemente vieron un hacha sobre sus cabezas. 

La serpiente golpea

30 de diciembre de 1978. Media tarde a las puertas del Bar Eguzki -sol-, en Yurre, un minúsculo pueblo de la comarca del Nervión, en el interior de Vizcaya. Un taxista de semblante serio y tupido bigote permanece sentado dentro de su taxi, con la ventanilla bajada a la espera de clientes, víspera de fin de año, se presupone movimiento. A Lisardo Sampil, desde hace dos décadas en el País Vasco, diez como taxista, le dicen “El gallego”. Dos hombres, uno de ellos con pasamontañas se aproxima a la escena. Se escuchan cuatro potentes detonaciones. Los disparos le alcanzan el corazón y la cabeza, nada se puede hacer por su vida. Ese año ETA mataría a 66 personas.

A lo largo de su existir la estrategia de la banda y la justificación de los crímenes han sido cambiantes, en las postrimerías del franquismo el esquema se repite. A Lisardo, como taxista y de derechas, se le acusaba de “colaborador y confidente de las fuerzas de ocupación”. Más tarde les tocaría también a “traficantes”, concejales, funcionarios, intereses económicos; las ideas siempre claras. Aquel mismo año, hacía un mes en Anzuola (Guipúzcoa), ETA había asesinado a Luis Candendo Pérez, de Ribadavia, obrero metalúrgico y militante de la UCD, casado con una mujer vasca -de caserío-. Antes de los hechos, su suegro le había informado de que circulaba el rumor de estar en la lista negra de ETA por su ideología franquista. Se acercaban los años de plomo, en 1979 se cometerían 80 asesinatos, en 1980, 96.

 4 de noviembre de 1982, Madrid. El PSOE había ganado las elecciones hacía una semana y Felipe González era presidente electo. Sobre el coche oficial, un Seat 131 color marrón del Ejercito de Tierra, el soldado conductor dispone el banderín con distintivo claro de dos estrellas, general de División. Camino del cuartel general de la División Acorazada Brunete, Víctor Lago Román vestido de uniforme y sin escolta se coloca en los asientos traseros. “Si vienen a por mí, que vengan; no tengo miedo, pero no quiero que muera nadie más”. En más de una ocasión, este militar, incorporado al Ejército como voluntario en el 36, con Franco, y que alcanzó el máximo escalafón en la democracia, justificaba así no llevar escolta. Estudiado el itinerario del militar, los terroristas actuaron en la Avenida de los Reyes Católicos, cerca de la Ciudad Universitaria, que ofertaba mejor huida. Sobre una moto de gran potencia situada en la parte derecha del vehículo, uno de los terroristas con un subfusil comienza a disparar hacia el interior. En el lugar de la escena se recogieron más de veinte casquillos de bala del calibre 9 milímetros parabellum, tristemente afamados. El general murió en el acto, el conductor, que pegó un volantazo a la izquierda en el momento de los disparos y se agachó, quedó gravemente herido. Desde el atentado contra Carrero Blanco, en 1973, entonces presidente del Gobierno de Franco, el del general Lago fue el de mayor nivel. 

Aquel mismo año, el 22 de marzo, cuatro jóvenes policías rematan el almuerzo en Sestao, uno de ellos está con su novia uruguaya, que a su vez trabaja en el local. El mayor de todos ellos tenía 28 años. Vivían en la zona, donde no eran muy conocidos; acostumbraban a comer en el mismo sitio. En una historia de terror los nombres de los locales -de ocio- después adquieren un sobrenombre maléfico. El Rancho Chileno, en un lugar de tránsito entre Sestao y Portugalete, a esa hora daba comidas, La barra estaba salpicada de personas, media docena jugaba a las cartas. El comando accede al comedor por una puerta dispuesta en un extremo de la barra, se escuchan una sinfonía de disparos en ráfaga, la policía recogería más tarde un centenar de casquillos, en un acertijo de desparrame entre paredes, techo y la cristalera del fondo. El atentado lo materializaron tres terroristas, otros dos estaban en el coche esperando y un miembro más, en labores de vigilancia. Entre los dos inspectores fallecidos estaba Alfonso Maside Bouzo, de Baños de Molgas, de 26 años, y cuatro en destino. 

Sinrazón y locura

Presuponer inteligencia a los responsables es ir demasiado lejos. Desarticulado el sanguinario Comando Madrid, el de Barcelona, con Domingo Troitiño, Josefa Ernaga y Rafael Caride, es todo esperanza para la banda, al frente entonces por Santiago Arrospide, Santi Potros, por sus atributos genitales. La cúpula ordena atentar, de cara a las próximas negociaciones en Argel, contra empresas de capital francés. Se trata de perpetrar el mayor número de atentados y que estos tengan la máxima repercusión posible. En el año 87 se cometen 53 asesinatos, el tercero, en la sanguinaria carrera. El objetivo elegido es Hipercor, que no es francés pero a la parte ilustrada de la banda, léase Caride, se lo parece. Así reza en la sentencia de la Audiencia Nacional. La fecha elegida, viernes 19 de julio de 1987. En el segundo sótano de la Avenida Meridiana de Barcelona, un Ford Sierra cargado con “27 kilos de amonal y 200 litros de líquido incendiario, pegamento y escamas de jabón”, que explota, causando una inmensa deflagración mortífera que atrapa y se adhiere al cuerpo de los clientes del supermercado merced al líquido inflamable tipo napalm empleado, todo un “regalo” sin escapatoria. 15 persons murieron en el acto, otras 6 posteriormente, en su mayoría mujeres, también 5 niños. Entre las víctimas María Páz Diéguez, de Martiño-O Bolo, que aquella tarde tuvo la desgracia de que la serpiente se cruzase en su camino. No había justificación posible, ni siquiera para la banda. Lo que se presuponía un objetivo fácil había causado una tragedia. Reconocían en un comunicado “el grave error cometido” y “la responsabilidad que se deriva de este triste suceso”.

El 10 de julio de 1992 ETA anuncia una tregua de dos meses, condicionada a que el Gobierno reiniciase las negociaciones. La tregua respetó los Juegos Olímpicos de Barcelona, el resto mero espejismo. El 17 de agosto dos jovencísimos guardias civiles, de paisano y desarmados apuran las compras en el supermercado Mamut de Oyarzun (Guipúzcoa), recogen las compras y se meten en el coche, un Renault 19 matriculado en Granada, lugar de procedencia del mayor -25 años-. Sentados y dispuestos a la marcha, un terrorista se acerca por detrás, saca la pistola y efectúa nueve disparos. El granadino, José Manuel Fernández, casado y con un hijo, muere en el acto; el ourensano Juan Manuel Martínez Gil -23 años-, de un tiro en la garganta, fallece camino del Hospital de Aránzazu. Ambos no llevaban un año en el País Vasco, eran los primeros después de la tregua, aquel año ETA mataría a 26 personas. 

El año 97, en el curriculum del terror, quedaría marcado por un triste apunte de calendario, también, tras lo vivido, como el de la reacción de una catarsis colectiva sin precedentes, en una sociedad atenazada durante años por el miedo. El 30 de junio, después de 537 días de cautiverio, es rescatado de un zulo sin humanidad posible, el funcionario de prisiones Ortega Lara, la serpiente se queda rabiosa. Cuando dos semanas después, el joven concejal del PP en Ermua es secuestrado en el Apeadero de Ardanza de Eibar, donde acude a su trabajo en Eman Consulting -lleva varios meses trabajando-, todos saben que se está consumando una venganza con un mal final, aún así hay lugar a la esperanza y a la sociedad se le templan los nervios y se echa a la calle. Por primera vez se invoca a la masa, a la “Masa y Poder” del Nobel Elías Canetti, cuando “las diferencias entre individuos se diluyen” y cobran una diemnsión común. Por primera vez la sociedad se mueve, se enerva y cobra fuerza física. Pero el ultimátum de la banda -48 horas para el traslado de los presos, en caso contrario sería ejecutado- es un relato a la inversa de “La crónica de una muerte anunciada”, una película de terror a la espera de la otra cara de la serpiente, que se esconde bajo siete llaves. El Espíritu de Ermua obra el milagro, las sedes de Herri Batasuna, por vez primera, respiraron el aliento, pero el veneno, después de tantos años estaba expandido en la sociedad. A Miguel Ángel Blanco lo encontraron en Lasarte dos personas que paseaban aquella tarde mortecina de sábado de verano en un descampado, con las manos atadas y dos balas del calibre 22 alojadas en su cabeza. A la serpiente aún le faltaban 75 víctimas, y muchos años. 

Te puede interesar