CELEBRACIÓN

La niña bonita de Allariz

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photo_camera O Campo de A Barreira vivió un constante trasiego de gente durante toda la mañana de ayer.

El 15 de agosto es el día de feria por excelencia en la villa alaricana. Es uno de los festivos que, pese a serlo, se mantiene inalterable. Los tenderos no se quejan. Vienen con gusto. La caja y la afluencia están garantizadas

Las ferias de pueblo siguen manteniendo su romanticismo. Pequeños, jóvenes y sus abuelos disfrutan, aunque únicamente sea por el soniquete musical del iluso que todavía vende cedés, de un ambiente que invita a recorrer los puestos con el único ánimo de participar de una experiencia, sin duda, singular. A veces, incluso apetece vivir la sensación de que te sientas tremendamente intimidado hasta el punto de ser incapaz de no comprar tres polos mientras comes o capaz de racanearle un euro a la tendera del mandil decorado de vespas que luego, tras un mordisco de la conciencia, acabas restituyendo para acompañarlo al billete de cinco euros que antes habías entregado. 

El primero de los impactos visuales que te provoca la feria es el de la cantidad de automóviles. Solamente un poco previsor como quien suscribe decidiría adentrarse en el casco urbano de Allariz a las once en punto de la mañana, vaya, en plena efervescencia del mercadillo tradicional. Al final, corriendo el riesgo de que Puga te vuelva a sancionar por un estacionamiento indebido, no te queda más remedio que dejar el automóvil encima de una de las aceras de la rúa Casa Lomberte. 

Lo haces, y empiezas la mañana con el carácter de un vermú blanco. Adentrarte en la vorágine de feria necesita ciertas dosis de evasión. Dispuesto a repasar todas y cada una de las ofertas, te encuentras en el fondo norte del campo de A Barreira con el de los pollos de Lamadarcos, "quen dera que todos os días fosen feira do 15", dice. Decenas de animalitos giran en el horno a la vista de sus futuros comensales. Dentro, la parrilla también prepara criollos con los que acompañar en el caso de que el ave resulte escasa. 

Enfrente, el puesto número siete. ¡Qué casualidad! Allí todo lo que te lleves tiene el mismo precio, lástima que sus ofertas estén especialmente indicadas al público femenino. Los bikinis que se avistan llevan tanto relleno que incluso podrían lucirse en pleno invierno, a menos que el marketing del tendero, considerando las bajas temperaturas que siempre se registran en las inmediaciones de la capital olívica, recomiende tanto recubrimiento. 

A los accionistas de Ralph Lauren, Lacoste, Calvin Klein o Fred Perry se les revolverían los higadillos dos puestos más abajo. Verdaderas, cuidadas y económicas imitaciones aprovechan su imagen para captar la atención del avezado pseudoturista metido a fotógrafo de ferias aficionado. 

El recorrido te da la oportunidad de saludar, a poco que te lo propongas, hasta amigos de la infancia que pese a vivir en Taboadela y haber nacido en Verín no se han querido perder uno de los eventos que mayor número de visitantes concita en la villa alaricana. 

Tal es el espíritu en el que uno se imbuye, que en contra de lo que la razón y tu estómago imponen, te sientas ya a comer pasadas las doce del mediodía. La culpa, de una de las pulpeiras de Arcos que nada más verte con gana de caer en su red te ofrece una de las tajadas del mejor de los pulpos que haya cocido a lo largo de la mañana. 

Te colocas en la esquina de una de las carpas. Uno no se imagina lo peligroso que puede llegar a resultar si tienes dos calderas de pulpo a un metro y una de las barbacoas cargadas de churrasco y chorizos parrilleros justo a tus espaldas y aprovechando la corriente de aire que necesaria e injustamente proyecta todo su humo, cargado de carbonilla e impregnado de toda una suerte de olores, en tu cara camisa de traje que por error retiraste del armario -a primera hora del día no te imaginas que acabes comiendo en una feria-. 

Luego, tu compañera de mesa te explica que esa prenda no es la más apropiada para lucir en un día como tal y menos bajo la carpa de las comidas. 

Entre tanto, igual le salvas la vida a un turista que en el ademán de sentarse en el falso banco de tu trasera casi se desnuca, como esquivas un pretencioso chorro de aceite de una de las tapas del pulpo de las tres que transporta una acelerada y acalorada joven camino de una de las mesas de atrás. De lo que no te queda la más mínima duda y no podrá remediarse hasta que llegues a casa, es de la imperiosa necesidad de sustituir la indumentaria y quizás visitar la ducha porque el tueste natural a parrilla y su característico y pegajoso pigmento en prendas, cara y cuero cabelludo así obligan. Eso sí, todo por probar una exquisita carne "ao caldeiro", que, a diferencia del churrasco, se sirve en plato de porcelana y no de plástico como este último. El vino, más peleón que de costumbre, hasta el punto de incluir el poso suficiente para dejar en el fondo de la botella una suerte de sospechoso coágulo ligeramente intragable y que le hace cambiar la cara a cualquiera. 

Por cierto, que Cabreiroá debería envasar en sus botellas de Magna agua de la misma calidad espirituosa a la que se servía para acompañar al café de pota con el que concluir el ágape.

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