Cartas al director

Octubre, octubre...

Debiera decir: noviembre… Sí, hablo de la Revolución Rusa, que para ellos, que se regían aún por el calendario juliano, fue el 25 de octubre y para el mal llamado “mundo occidental”  el 7 de noviembre de 1917, como debe ser sabido. Se han cumplido los 100 años del acontecimiento, quizá el mayor desde la Revolución Francesa, y creo que no ha sido reseñado por los medios de acuerdo con su importancia. En términos comparativos, opino que el espacio dedicado al V centenario de la Reforma luterana –de incuestionable relieve- ha sido superior, y tiene su explicación: incomoda menos, o nada en este caso (hasta el papa Francisco se ha sumado a la efemérides), conmemorar una reforma religiosa que está en la base de los postulados capitalistas, que resaltar y debatir sobre un suceso que puso en cuestión esos mismos principios, y cuyos rescoldos permanecen latentes, que no extinguidos, en la espera de que las condiciones históricas sean favorables a su resurgir. “Vade retro”, dirán algunos.

Por primera vez en la historia humana desde la aparición de las sociedades agrícolas, que fueron el germen de la propiedad privada y posterior creación del Estado, las clases trabajadoras, urbanas y campesinas, productoras en general, consiguieron la victoria –no efímera, si no mantenida en el tiempo- sobre las élites minoritarias que ostentaban la propiedad de los medios de producción; con ello, tuvieron la posibilidad de transformar radicalmente la sociedad y las personas, para mejor, ya que no sería posible una cosa sin la otra: marxismo básico. Para conseguirlo, se apoyaron en la “inédita promoción política de las clases populares… obreros y campesinos,  a instancias de poder reservadas hasta entonces solo para los representantes de la burguesía” (J. Mischi-2014). Conscientes de que el éxito solo vendría de la mano del nivel cultural, priorizaron la educación –en medio de una carencia total de recursos, acuciados por la guerra civil apoyada por EE.UU. y su órbita- por todos los medios en fábricas, granjas, tiendas nómadas, trenes circulantes de libros para atender miles de clubes de lectura, con miles de voluntarios dedicados a ello. El célebre pedagogo C. Freinet, que visitó el país en 1925, quedó sorprendido de la variedad de experiencias educativas, donde la población elegía a sus docentes y, con más entusiasmo que preparación en muchos casos, se experimentaban programas diferentes –debido a la falta de unanimidad- según las ciudades, con la dificultad añadida de un total de 122 lenguas y dialectos (se crearon alfabetos para escribir en 40 de ellos). Lo mismo aconteció en el campo de las artes: pintura, cine, teatro, poesía ( Kandinsky, Einsenstein, Mayakovski…), donde se convirtieron en referentes para la intelectualidad y creadores occidentales. La fiesta terminó con la llegada de Stalin y los burócratas a la cima del poder, ahogando la riqueza de iniciativas que habían surgido con el despertar revolucionario. Pero esto requiere mucho más espacio del aquí disponible.

Terminaré con una cita de Serge Halimi (director de “Le Monde Diplomatique”, periódico mensual de obligada lectura para todo político progresista que se precie), en el número de octubre: “¿Es posible afirmar que a todos estos testarudos, … a estos marxistas que quitaron el sueño al capitalismo, les debemos mucho?”. Pienso que sí: por el miedo del capitalismo al contagio consintieron la sociedad del bienestar. Desde la caída del muro de Berlín –véase cuantos muros se levantaron a partir de ahí- el neoliberalismo reina en el globo sin compartir su reinado, en una guerra por reconquistar el terreno que antes cedieron por temor y que van ganando, por ahora. Pero, en contra de lo anunciado por Fukuyama, no es el fin de la historia, y ésta continuará.