Cartas al director

Tarjeta de identidad

Al levantarnos del letargo nocturno de cada noche, acudimos al desayuno habitual de la mañana, tan soñolientos y pesados como esta ciudad, este país, que nos cobija, nos confunde y nos aturde sin remordimientos.

Las noticias en la pantalla hipnotizadora del televisor de costumbre, nos montan la emboscada mañanera y nos condicionan los pasos de camino al trabajo, los semáforos en rojo, el chirrido en los frenos del auto, un peatón que se traviesa, la Policía con su displicente “control” en una rotonda cualquiera, el día gris, lúgubre, apático.

La experiencia siempre es un factor determinante a la hora de encarar una nueva labor, aunque ser simple ciudadano en esta esquina del mundo, ya es toda una rutina sin límites, con la consabida indiferencia a los dolores y achaques del otro, el desatino diseminado como una plaga por calles, plazas y avenidas. 

Al otro lado del cotidiano cristal se nos presenta una ciudad extraña, un país desconocido, que va más allá de nuestro asombro a prueba de bombardeos sorpresivos. Una urbe y una nación tan locuaces y vocingleras, que de pronto sentimos que el sosiego ya no nos dirige la palabra, la normalidad se mueve con mucho lastre en su espalda malograda, el silencio ya se ha convertido en una especie en extinción.

Como eternos solitarios entre la muchedumbre, vagamos sin rumbo tropezando con sórdidas noticias, sangre en la pantalla, disparos a quemarropa, vuelcos inesperados, tormentas apocalípticas, hielo circular en este verano que nos toca, lleno de tizne, relámpagos e indiferencia. 

Queremos ignorar los acontecimientos más allá de nuestra ventana, pero cada suceso diario nos salpica como las goteras de un techo tras el chaparrón de la tarde, y los oídos, aunque están acostumbrados a los altos decibelios, nos reclaman por tantas estridencias en el lenguaje y por el agresivo bullicio de una esquina cualquiera del desconcierto.

Pareciera que vamos avanzando en el desarrollo natural de los días, sin embargo, la ciudad y el país se han metido sin saberlo en una peligrosa cuenta regresiva, que nadie sabe en dónde pueda detenerse, si hay un epílogo en esta historia colectiva y si tiene una hora “0” donde culminen todas las vicisitudes de este infortunio que padecemos, en el que con cada exigua nómina a fin de mes nos jugamos el porvenir. 

Es imperativo abolir el sobresalto, eliminar la consternación, y que nos sirvamos cada amanecer un oloroso café de tedio, unos panes de hastío premeditado, unos “buenos días” con la satisfacción en el rostro de llevar en el DNI el nombre del país que queremos y tanto cuesta reconocer, lo que sí reconocemos es que todos buscamos dar vida a esa maravillosa palabra: “Bienestar”.