Cartas al director

Obituario | Arturo Baltar, ese indescifrable viajero evanescente

Hay nombres que dejan lo que se dice impronta. A mi hasta la aparición en la política de una saga, a Baltar siempre lo asociaba con el escultor o el hacedor de esas terracotas para su Nacimiento o Belem, en la plaza de San Cosme, o a ese maestro del modelado del barro, capaz de lo más inesperado. Después, colonizado uno insensiblemente por la intoxicación de prensa, radio y tv.( Llamada ahora infoxicación), ya la asociación se me hacía difícil y tenía que centrarme para distinguir cuál el Baltar escultor, porque el otro, con esas sus salidas, con cierta retranca, que podrían tacharse de populistas o ingeniosas, alguien le oiría decir al llegar a la inauguración del Belem de la plaza de San Cosme: Este é o Baltar bo, el hombre que en cierto modo trascenderá, porque ha dejado un legado y la política, aun de prohombres en su ámbito, los cuales un tanto en el olvido inmediato en cuanto cesan, aunque mil favores prodigasen. ¿Quién se acuerda de uno que acumulaba hasta dos cargos a la vez, no sé si un tercero, pasando por casi todos los cursus honorum de las magistraturas o provinciales o urbanas… a dedo. Cuando pretendió presentarse candidato, el secretario de su partido le disuadiría diciéndole: ¡Querido amigo, tu no sumas, tu restaaaas! Aquí se abortaría su carrera política…supongo que para alivio de los que soportaban su soberbia o mejor su talante de hombre imprescindible o trascendente. Quiso inmortalizarse, o quisieron sus adláteres, paniaguados y besamanos, fieles mientras alentaba vida, trasponer su nombre, y el colmo hasta en un puente, que tal cosa no se viera ni en pasados siglos ni tal vez en venideros. Los besamanos alcanzan tal culmen de estupidez que pueden llegar a eso. Aunque algún puente hay denominado con nombres que, de todos modos, pasarían a la historia sin necesidad de colgarlos sobre las aguas.

Arturo Baltar pasará por su obra y no las inanes de otros, que usaron de la cosa pública, si no para su personal lucro, acaso para circunvalarse de una aureola  de patres provinciae y que se quieren, o quisieron sus bendecidos, perpetuar en magníficos mausoleos, o en plazas, o si avenidas hubiere, en ellas, y si no, en las cumbres montañosas, aunque tarde llegaron porque muchas ya colonizadas por la cruz.

Arturo Baltar frecuentaba, casi de roce, sin ser fijo de tertulias, los círculos de la orensana intelectualidad, aunque habría de replantearse eso de qué es la intelectualidad, que uno en su largo decurso no lo sabe y Arturo Baltar tampoco lo sabría, como errante por estos mundos, apartado de cualquier fasto, como lo describía Vázquez Gimeno, el inolvidable periodista premio nacional de Humor con Jimmy, tu tio te espera o ese prodigio de las novelas de anticipación que llaman ciencia ficción, que él escribía con el pseudónimo de Dick Conderoga. Pues, Julio V. Gimeno hizo una descripción prodigiosa, atinada, que podría parecer de ficción, de un Baltar que un día aparecía, o se decía, en un asentamiento gitano como al otro se desvanecía no se sabe dónde, o cuando silencioso y en la canícula transitaba hacia su casa de Barbadás, en Os Muiños, de tan intempestiva hora que por nadie visto, porque iba en pos de la soledad del rumor de las aguas que allí próximas se desplomaban en vistosa cascada. No sé cómo recuperar lo que Gimeno escribió, pero en mi memoria restará  la más prodigiosa semblanza de un personaje solitario y libre y de tan libre que libérrimo pareciere, al que te podrías encontrar en situación inimaginable como cuando una suelta de alevines de trucha en el rio de Pontón desde su segundo puente empedrado, con agentes de medio ambiente, pasando yo en bici y en unas palabras con él sobre la inutilidad de tal suelta en rio de perpetua contaminación, él colmado de ilusión apenas prestó oídos a mi apreciación que se cumpliría porque jamás trucha alguna después de aquella infausta suelta, pero él en su ingenuidad aun creía que rio truchero porque pasaba debajo de su casa  y el rumor de sus imaginadas límpidas aguas le producía la placidez de quien se recrea en la Naturaleza. Por eso su romanticismo llegaba a superar una ilusión que no conocía fronteras.

Baltar, donde estés, acá o acullá, siempre serás ese ser errabundo, indescifrable viajero, al que un día quemaron su casa y no quiso ver ni las ruinas por tanta mezquindad causada. Desde aquel día, ni aprovechando la silente canícula se le vería por Os Muiños. Acaso errante y sin rumbo.