Cartas al director

Migrantes

A mi amigo el más viejo de la parroquia es raro verlo enfadado, pero el otro día lo estaba. Y mucho. Pero pronto le pasa. Viene a cuento que, a media mañana, daba envidia verle echar encima del mostrador las monedas e incluso los billetes con tanta rabia y fuerza para pagar una después de otra dos rondas que no le tocaban, pero su enojo tenía toda  la razón del mundo.  
Venía del cuartelillo de hacer una denuncia, fotos incluidas, de cómo le habían dejado el piso unos marroquís -moros les decía  él- y que le habían dicho que eso era de juzgado y que nada de nada.

La broma le saldría por unos cinco mil euros: papel del pasillo, moqueta de varias habitaciones, otras averías en el fregadero, una cama  y la deuda de cuatro mensualidades, amén del tufo que dejaron en el cuarto de baño, en donde la piel de un cordero se estaba pudriendo, recuerdo del Ramadán sin duda. Las llaves se las habían entregado a otros vecinos extranjeros -tampoco quiero que se me tache de xenófobo- que recibió esta misma mañana. Eso en agradecimiento a las diversas frutas, patatas y otras verduras de la huerta que les daba año tras año, por presuponer las necesidades de los cinco hijos pequeños que tenían, porque cuando  aquellos niños recibían sus bolsas no se fijaba en el color de su piel, sino en el color de sus satisfacciones y agradecimiento.  

Antes de marcharse, todo airado, el cura allí presente,  que parecía totalmente ajeno leyendo la prensa en una mesa, le dio esta sentencia filosófica: que quizás si fuesen unos autónomos no lo sentiría tanto, pero ya se sabe que puedes odiar las raíces o ramas de un árbol y no odiar a ese árbol. Todos nos quedamos pensando que no merecíamos tan buen sacerdote, pero el mesonero nos dijo que era hora de tomar otra taza, y a ello nos pusimos con más interés.

A esa taza solo le faltó el rezo de una oración y la bendición sacerdotal.