MITÓMANOS

El auténtico último emperador de Roma

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photo_camera Justiniano, dibujado en un mosaico.

La vida de Justiniano es la de un éxito absoluto y un fracaso no menor, combinados de tal forma que es difícil concluir si finalmente logró lo que ambicionaba. Que no era otra cosa que la restitución completa del Imperio Romano. Por un tiempo fue posible.

Justiniano se convirtió en emperador romano de Oriente a principios del siglo VI, en 520, medio siglo después de que hubiera sido eliminado el trono en Roma con la deposición de Rómulo Augústulo, un chico al que el ostrogodo Odoacro despojó de la púrpura para convertirse él mismo en primer rey de Italia, ya sin ataduras siquiera formales. A continuación, envió las insignias imperiales a Constantinopla, dando así por  zanjados mil años de historia. O quizá no.

Los emperadores de Constantinopla consideraron a partir de ese momento que lo eran de nuevo de la totalidad del Imperio Romano, aunque las antiguas provincias de Occidente ya no existían tras la invasión de los distintos pueblos germánicos que dio origen a los reinos de la  Edad Media. No obstante, los soberanos de Bizancio continuaron hasta el final considerándose legítimos emperadores romanos y nunca se llamaron a sí mismos bizantinos: se trata de una construcción posterior de los historiadores. Sobre Justiniano y Belisario escribiría una magistral narración Robert Graves, autor de “Yo Claudio”.

El joven Justiniano alcanzó el trono de Constantinopla a tras superar intrigas y conjuras luego de haber sido nombrado años antes cónsul de su protector Justino. Fue el último que alcanzó dicho rango, la máxima magistratura en la lejana República, que durante el Imperio se utilizaba como un honor. Era el año 520 y también fue el  último de los bizantinos en tener el latín como lengua materna –el griego se impuso en el lado oriental- y en intentar recuperar la totalidad del imperio incluyendo el ámbito del Derecho mediante la recopilación de las leyes, obra que sería clave en los cuerpos jurídicos europeos durante siglos. 

Con su general y amigo Belisario, puso en marcha la llamada “restitución”, que le llevó en poco tiempo a recuperar el Norte de África, el reino de los vándalos, y más tarde, con enormes dificultades, Italia y con ella Roma. Sus conquistas continuaron y llegaron hasta el reino visigodo hispano, conformando en Levante la provincia de Spania. Todo parecía posible, pero justo en ese momento comenzó a venirse abajo. Llegó una peste negra que acabó con la población y una enfermedad que liquidó en cuestión de semanas a Teodora, la emperatriz y sostén de Justiniano, una mujer que había ejercido de prostituta y que demostró tener una enorme visión de su tiempo. Sin ella, Justiniano estaba perdido. Además, Belisario cayó en desgracia, fue incluso cegado y la obra del emperador comenzó a desmoronarse.

Entre la peste, la desgracia y el fallecimiento de Teodora, Justiniano comenzó a perder territorios y la restitución de Roma se vio imposible. Su tiempo había pasado.
Justiniano aún dejaría otro recuerdo para la inmortalidad como el último de los romanos con la construcción de la basílica de Santa Sofía, la Santa Sabiduría, la mayor iglesia cristiana durante siglos, desde finales del siglo XV mezquita y en los últimos años un monumento de Turquía.  Curiosamente la imagen más famosa de Justiniano con Teodora y Belisario no se hallá allí. Se encuentra muy lejos de Constantinopla, en una iglesia de Rávena, en Italia, donde un mosaico excepcional muestra al emperador del mundo en su apogeo. Su muerte sí que supuso de verdad el final del Imperio Romano.

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