Opinión

Congonhas

Hoy, abusando un poco y con el permiso de ustedes, voy a contar un cuento. Uno de mentira como todos los cuentos. Uno sobre una ciudad, Congonhas. Pertenece a un libro mío titulado "Las Ciudades Mágicas", en el que se describen diez ciudades imaginarias que no conoció Marco Polo. Un disparate literario, vaya. Congonhas es hoy algo más prosaico: el aeropuerto de São Paulo. Va.

Congonhas, la ciudad de los Doce Profetas junto a Ouro Preto donde salvó su alma en 1757 Feliciano Mendes por la intercesión del Bom Jesús de Matosinhos. Un milagro, gracias Bom Jesús. 

Congonhas es la verdadera representación del hijo del cielo en la Tierra, que necesitando un templo decidió encarnarse en la madera del Marañón, en Minas Gerais. Y así, hecho de vetas rojas y negras se mostró a la luz como un hombre. Redivivo gracias a la mirada loca, la deformidad producida por la zamparina, la lepra, el alcohol y la lujuria del maestro Francisco Lisboa, el "aleijadinho", un mago mulato que no era de este mundo y por eso se ocultaba de él. Uno que en la lejana América, al contrario de lo que hacían sus colegas de Europa, no confundió la simetría con la belleza. 

El “lisiadito”, ¿por qué lo elegiría Dios?

Quizá porque las torturadas manos de Francisco Lisboa que transtornado por el dolor se había mutilado los dedos él mismo, atados los muñones al cincel y al martillo fueron capaces de levantar en diez años a los auténticos profetas, Abdías, Habacuc, Joel, Baruc, Ezequiel y Oseas. No los de la Biblia sino los otros. Aquellos cuyas voces aún resuenan hoy en Congonhas como un huracán en el viento. Titanes de las alturas, amenazantes, advirtiéndonos de lo que ha de venir, los desastres, la guerra y la muerte: lo terrible que nos fascina.

El santuario de Congonhas es también la casa del uirapurú, el pájaro que canta una vez al año y entonces la selva entera guarda silencio. Dicen que el canto del uirapurú hace callar al resto de las aves porque él es el hijo de los profetas de Congonhas. ¿No será entonces esa ave diminuta una astilla extraviada del cincel de Francisco Lisboa, clavada en la piel del Brasil? 

En Minas Gerais veneran al uirapurú y creen que quien oiga su canto una vez, será feliz para siempre. El compositor Heitor Villalobos tuvo uno que, según parece, le dictó, sin pedirle nada a cambio, la maravillosa “Fantasía para Cello y Orquesta”, un prodigio sonoro que también viene del bosque.

Congonhas, la casa de los uirapurús en la que el hijo de Dios es de palo, de pura madera. Y la madera como bien se sabe es la primera verdad del mundo. ¿O acaso no conocen los árboles todos los secretos y gobiernan la tierra? 

Congonhas, no sé si lo he contado bien, en realidad no es una ciudad, es la gran catedral barroca, salvaje y mestiza de América hecha de miedo, feijoada y ron. 

Fin

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