Blog | Usos y costumbres del verano

Enseñar los pies

pies

Tuvieron que pasar muchos siglos hasta que el primer hombre decidió taparse los pies. Tras esta decisión, la civilización que hoy conocemos pudo levantarse, sobre el sólido cimiento de la dignidad y las buenas costumbres. Unos pies cubiertos son unos buenos pies, mientras que unos dedos al aire son una visión aterradora de devastado ras consecuencias para la Humanidad. Sin esas odiosas sandalias, Roma no habría caído jamás.


LA DISPENSA

Existe una única razón de fuerza mayor por la que un hombre puede mostrar sus pies: ser mujer. Los pies de una mujer joven, casi siempre cuidados y mimados, ocultan gracia y cierta elegancia. El varón en cambio, no dispone de pies, sino de pezuñas. Y si bien mantengo la necesidad de erradicar al varón de la faz de la tierra, hoy admito que, si ha de quedar alguno, al menos que sea con los pies tapados.


ES VERANO

Al grito de “¡Qué más da! ¡Estamos en verano!” se perpetran los mayores atentados contra el buen gusto. La lógica del calor en la vestimenta es arrolladora para aquellos que no poseen ningún resquicio moral al que agarrarse: hace calor, me quito la ropa. Es así como algunos hombres enseñan el torso, lo que incluye airear públicamente las pilosidades derecha e izquierda de la cara interior del brazo, así como perfumar el ambiente con los hedores antaño erróneamente llamados masculinos, que hoy sabemos que son más porcinos.

Esa misma excusa del despelote es la que invita a muchos hombres a considerar normal enseñar los pies. ¡Los pies! ¡Enseñar los pies! ¿Qué será lo siguiente? ¿Abrir fuego contra toda la playa? ¿Entrar en una asilo y matar a todas las ancianitas? ¿Atropellar a un patito? ¿Disparar un misil nuclear contra un salón de belleza?

No. No vale la excusa del verano. Los pies de un hombre han de ir, como mucho, dentro de unos zapatos, haga frío o calor, sea invierno o verano. Aunque lo verdaderamente educado y lo que hacen los hombres de bien es cortárselos, para no caer en la tentación de exhibirlos obscenamente.


LOS DEDOS

Del todo que componen estas extremidades, sin duda, lo peor son los dedos. Apéndices salvajes y antinaturales que con esos espacios y rozamientos entre ellos, fabrican cinco pequeños sobacos en cada pie, y de cada uno de ellos brotan los efluvios más variopintos.

Ni siquiera las mujeres y hombres más atractivos –en el caso de que existan- pueden tener dedos bonitos. No es posible tener un dedo bonito, de la misma forma que no se puede encontrar la belleza en un museo de arte contemporáneo. El único dedo bonito es el que no existe. Y esa terrible ausencia también hay que llevarla oculta.

Mucho se ha escrito sobre la utilidad de los dedos, y en particular, sobre sus posibles ventajas para mantener el equilibrio en actividades de verano: desde el surf hasta la piscina. Es cierto que aportan estabilidad cuando sopla el viento, y que algunos hombres poseen la asquerosa habilidad de aferrarse a tierra con ellos como si fueran halcones transportando en sus garras pequeños roedores, pero nada parecido a la firmeza que aportan unos zapatos de suela de fabricación clásica italiana.

Se puede objetar que no resulta muy práctico esto de los zapatos de suela en la playa o en la piscina, pero siempre será mejor portarlos hasta el borde de la arena, que caminar con los dedos al aire, como chistorras centelleantes en la brasa de una parrilla.


LAS UÑAS

Si los dedos son lo peor de los pies, el verano y el despelote nos traen algo todavía más indecente: las uñas. Las uñas de los pies de los varones son probablemente lo más asqueroso que hay en la tierra, ya sea en su versión mejillón salvaje, o en su apurado estilo almeja redondeada.

Las uñas son un almacén natural de escombros venenosos. Las de las manos a menudo se asean y evitan este peligro, pero todavía no he conocido a nadie que se lave los pies una media de doce veces al día para evitar tener un criadero de monstruos en miniatura en las uñas de los pies.


LOS OLORES

Mi cruzada contra los pies de los hombres no es sólo estética, sino también olfativa. Esa estúpida teoría de que los pies con sandalias huelen mejor porque ventilan más ha hecho mucho daño. Las sandalias masculinas solo sirven para esparcir más un hedor que cualquier hombre honrado sabe que debe llevar en silencio, en el noble claustro de su zapato, hasta que llega al mismísimo abismo del lecho nocturno.


LOS SABORES

No he probado ningún pie masculino. Alguien podrá pensar que si comemos manitas de cerdo, no tiene nada de malo comer pies de varón. Pero de todos modos, hay algo en toda esta historia que no me convence. Y deseo de todo corazón que Arzak no me esté leyendo hoy.


CÓMO ACTUAR

Somos muchos los que nos sentimos violentados ante la presencia de unos pies sueltos, o bien con esos bozales marrones como sandalias de peregrinos. Uno se los encuentra en la tienda, en la discoteca, o incluso en la iglesia, y no sabe cómo actuar. Una buena salida es pisotearlos. En un pub, una copa de vodka con limón arrojada por accidente sobre pies ajenos puede ahorrarte malos olores. No sé si mata las bacterias o las emborracha, pero se reduce el hedor.

Si quien porta los dedos al aire es un amigo, puedes persuadirlo para que no vuelva a hacerlo. Mantén durante toda la conversación la mirada fija en sus pies, contemplando cada uno de sus deditos y hablándole como si te estuvieras dirigiendo a ellos. En un momento dado, puedes continuar la charla agachándote hacia ellos y hablando ya abiertamente en plural.


LOS PROPIOS

Un error común es creer que los dedos propios no son un asco. Un buen hombre, de corazón limpio, íntegro, sabe que sus pies son igual de guarros que los de cualquier otro varón. Por eso, llegadas estas fechas no tardará en enfundárselos en algún calzado irreversible, o extirpárselos para evitar toda tentación de desnudez. Por solidaridad, por elegancia, y por favor.

El mundo sería un lugar mejor si los hombres escondieran sus pies con el mismo celo con el que guardan sus contraseñas Wifi.

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