Opinión

Entre la inacción y el vandalismo

Ya lo he dicho en reiteradas ocasiones y me reafirmo en ello: la ciudad de Ourense está hecha un asco. La sensación de abandono y suciedad al recorrer sus calles, plazas, espacios verdes y alrededores que bordean los ríos que confluyen en la ciudad carece de toda lógica, sin que aguante una mínima exigencia de respeto a la vecindad, por mucho que alguien se quiera escudar en la ausencia, año tras año, de presupuestos municipales aprobados o en la realidad de un gobierno en minoría en el Concello. ¿Acaso eso es excusa para consentir una decadencia tan evidente de lo público? ¿Cómo no llega a quien debería esta queja, ese sentir colectivo que se expresa con tristeza en conversaciones callejeras diarias, libres de toda consideración partidista?

Basta ojear cada día en este periódico la sección «El cronista local» para comprobar que son constantes las súplicas de nuestros vecinos, documentadas con fotografías, que demuestran esta incuria institucional; paseen —es una sugerencia entre muchas— por el parque Miño y vean sus jardines que ya no son tales sino nido de hierbajos, sus fuentes sin agua, sus cenadores de piedra otrora hermosos y ahora pasto de pintadas, grafitis (después volveré sobre esta "moda") y basura, al igual que ocurre con su palomar; sigan hasta el contiguo parque de Portovello, con sus columpios para niños y aparatos de gimnasia para mayores abandonados entre restos de maleza, conformando todo ello una estampa de pésimo gusto; lleguen un poco más adelante hasta el río Loña, en su tramo final antes de desembocar en el padre río Miño, e intenten, si pueden, acceder a alguno de sus miradores de piedra que cuelgan sobre su ribera. O van provistos de una azada para cortar la maleza salvaje que le impide el paso, o arriésguense a quedar atrapados entre una maraña de zarzas y rastrojos. Y así podríamos elegir muchos otros espacios abiertos en los barrios y alrededores de nuestra ciudad y comprobar su evidente deterioro. 

Pero al César sólo lo que es del César. Es cierto que la inacción institucional y su incapacidad para atajar esta degradación de espacios públicos no tiene justificación posible; llevamos mucho, demasiado tiempo soportándola. Mas lo cierto es que también sufrimos una plaga de desaprensivos a los que alguien un día osó llamar «artistas» y entonces su ego creció al tiempo que su mala educación. Son los llamados grafiteros, que no dudan en plasmar sus pésimas pintadas usando productos corrosivos y tóxicos en edificios, esculturas, monumentos, pasarelas, puentes, iglesias, piedras centenarias…, todo les vale, salvo su puñetera casa, para plasmar su basura, rubricada luego con su tag (firma). En ocasiones los he tenido enfrente en juicios penales acusados por delitos de daños; son patanes en su mayoría, y rajados, claro, pues reniegan de su autoría, lo que casa mal con el halo artístico que para sí pretenden. Su gusto es pésimo, son barriobajeros que destrozan mobiliario ajeno y afean paisajes. Solo un descerebrado (que seguramente no sufrió en sus propias carnes el ataque nocturno y alevoso de esta panda de desalmados) puede ver en sus acciones algún encanto o espíritu elevado. Son, en fin, gamberros y delincuentes que blanden espráis como armas de deterioro de lo público. 

Si además esta banda de cobardes se topa con una ciudad en la que la desatención y la falta de mantenimiento de los espacios públicos son clamorosas, ya tienen aquéllos el escenario perfecto, su museo particular para vomitar sus pintarrajos y garabatos. Y los demás así seguimos, entre la inacción de unos y el vandalismo de otros, contemplando resignados cómo cada día se ensucia más esta ciudad. Qué pena.
 

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