Opinión

Derechos y obligaciones

 

Con independencia del resultado obtenido por el Real Madrid en su visita al Sánchez Pîzjuan, el comportamiento que una determinada zona de la grada sevillista  adopta ante la presencia del Sergio Ramos  propone una reflexión sensata en torno a la pasión del fútbol y los límites con que esa pasión puede expresarse. Ramos es natural de Camas, se crió y progresó en el Sevilla desde divisiones inferiores, y fue traspasado al Real Madrid por una cifra muy suculenta para entonces como ha ocurrido con otros muchos jugadores de la entidad que hoy juegan en los mejores equipos y que ni siquiera son un producto de la cantera de Nervión. El traspaso generó un buen dinero para las arcas hispalenses y nada hace suponer que se tratara de un episodio distinto a otras miles de operaciones ocurridas en el universo futbolístico en las que un brillante canterano es adquirido por otro club superior donde llega al máximo. De eso hace ya diez años, Ramos es capitán de su equipo y de la selección, ha cursado una brillante carrera y todo debería transcurrir por el camino de la normalidad. Pero la grada norte en la que habita la temible peña Biri –inspirada en un antiguo jugador africano que jugó mucho y bien en el Sevilla- no le perdona al defensa su marcha al Real Madrid lo cuál podría ser incluso admisible si el rechazo se expresara en los cauces marcados por la urbanidad y los fundamentos del derecho. Desgraciadamente no es así, y las visitas de Ramos al campo que fue su casa se aderezan con un trato vejatorio, amenazador e iracundo que ni tiene sentido ni debería ser tolerado. Ni en este ni en ningún otro caso vista un jugador la camiseta que vista.

Con frecuencia se apela el argumento de que el público de un encuentro de fútbol es soberano, paga la entrada y adquiere con ese pago derechos que supuestamente le vienen dados. Se asume sin controversia que la adquisición del billete o el carné de socio de la entidad facultan al espectador para desarrollar comportamientos que de ningún modo podría practicar  en otros ámbitos. Se trata de una prerrogativa absurda que, paradójicamente, se acepta sin rechistar y que, ejercida fuera del estadio, sentaría al ejerciente delante de un juez acusado de media docena de faltas graves.  Ya va sino hora de afrontarlo y los clubes han de ser los primeros.

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