Opinión

A mi no me importa lo que piense la gente

Al hilo de un artículo que publiqué aquí el otro día titulado "Yo siempre digo lo que pienso", se me ha ocurrido este otro. Sobre otra frase también común hoy en día y que tampoco acabo de entender. La frase es esta, la conocerán: "A mí no me importa lo que piense la gente". Ok. A mi tampoco. Bueno no, rectifico. En ciertos sentidos sí que me importa. Y mucho. Si la gente (no sé muy bien lo que es "la gente", la verdad) piensa que soy un imbécil, un impresentable o un asesino en serie claro que me importa, porque creo que no soy ninguna de esas cosas. Aparte de que por la tercera podría acabar en la cárcel sin comerlo ni beberlo. Y en otros sentidos si la gente (no sé muy bien lo que es "la gente", la verdad) piensa que soy simpático, educado y un conversador entretenido también me importa, porque me gustaría ser eso y me gustaría que por eso la gente me invitara a sus fiestas todo el rato.

Vale, seguramente estoy bromeando (kidding), pero sí me importa lo que piense la gente. Y concretamente me importa "un pito". "Un pito" es actualmente lo que los de mi generación llamábamos de niños un pájaro carpintero. Yo, que soy un amante de los animales y sobre todo de los pájaros aunque solo sea en plan aficionado, nunca he entendido por qué los zoólogos, especialistas, documentalistas de La 2, etc., deciden en un momento dado cambiarle el nombre a un animal. Pero ocurre todos los días. 

Cuando yo era crío los pájaros carpinteros se llamaban así, pájaros carpinteros, pero ahora se llaman "pitos". Las águilas culebreras se llamaban así, pero ahora se llaman "busardos"; los alcatraces se llamaban alcatraces, pero de repente son "picudos". No busque usted hoy un documental en la tele en el que llamen alcatraces a los alcatraces, ¡ah, no! eso está prohibido, es tabú. Son "picudos" y punto. No discuta. En fin... tendré que consultar este asunto con Clara, la hija de mi amigo Cerviño, brillante bióloga y brillante ilustradora científica. Quizá ella me lo aclare. No sé.

Cambiarle el nombre a algo es un clásico. Los editores lo hacen constantemente como los políticos: cambiémosle el nombre a algo para que ese algo siga igual. Un ejemplo es "En busca del tiempo perdido" de Proust, cuyo primer tomo se ha titulado en español sucesivamente "Por el camino de Swam", "En el camino de Swam", "Por la senda de Swam" y otros así. O el famoso caso "La importancia de llamarse Ernesto" de Óscar Wilde, que hace años se convirtió por arte de birlibirloque en "La importancia de ser honrado".

Como a mi sí que me importa un pito lo que piense la gente, me encantaría (nadie lo va a hacer, no soy traductor) que me encargaran la próxima edición de "Lolita" de Nabokov. La titularía "La pequeña Lola".

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