La posibilidad de una tasca

Madrid te recibe con un pisco sour arrojado al morro sin pedir permiso.

Madrid te recibe con un pisco sour arrojado al morro sin pedir permiso. Allí estaban dos amigos, Víctor de la Serna e Ignacio Peyró, siempre dispuestos a desasnar mi paladar con esa suerte de gastronomía sorpresa. Que pides y nunca sabes. Y era un restaurante peruano, de esos tan modernos que sirven platos que aún no se han inventado en el Perú. Y estaba rico porque estaba rico el vino, que es algo muy común en estas cenas. Todo lo que no era vino también estaba rico, excepto las tediosas y omnipresentes conversaciones sobre Trump, que es rico pero no vino, ni tampoco lo esperábamos. Que nosotros solo queríamos hacerle la autopsia a la crisis económica sobre el reverdecido jardín de los bares. Pura primavera en otoño. Como unos ojos marrones pero aún brillantes, testigos, tal vez, de la esperanza de la gamba con gabardina, tan querida y manida por el añorado Tip. Un Madrid explosivo, surrealista, y divertido que aún a ratos se nos aparece.

Buen medidor de la prosperidad de los tiempos que nos aguardan es el calor de los bares de la gran ciudad. Llevo años midiéndolo y rara vez ha fallado este termómetro, al menos a la hora de señalar la crisis y los puntos de inflexión. Y por las muestras que he podido recoger, quizá haya que soñar con que la investidura-aleluya nos va a traer buenos tiempos. El recorrido es tan excelso que no sabría por dónde acabar.


De Santa Ana, la tortilla española de la Cervecería Alemana, donde puede verse aún el fantasma de Jardiel Poncela en la mesa del fondo, escribiendo alguna travesura dramática. De las tascas y las Cavas de las cañas bien tiradas, a esos espacios eternos de Ana La Santa, donde lo único digno de nombre tan espirituoso es el vino y esa media luz que invita al recogimiento, y tal vez a la oración, y todo lo hace más bonito y más elegante. Y de allí, a la nube de exquisiteces de Cuenllas en Ferraz, santuario del buen comer y librería de viejo para los amantes de esos vinos remotos, empolvados, imposibles, y misteriosos. Y de nuevo al pincho inapelable del Milford en Juan Bravo, solera y tónica, donde yace aún la estatua ecuestre de aquel gran publicista, Paco Segarra, que tantas noches presidió su barra, devorando platitos de cacahuetes.



Y de los hombres que se tocan el ala de su sombrero al aparcar silencioso el caballo en las aceras de Salamanca, al bullicio y roce de La Montería, desde 1963 en Lope de Rueda, donde toda idea gastronómica, por sencilla que parezca, termina por llevarte al cielo. Que no es que te mate, es que está todo que te mueres. Y como ya habíamos decidido engordar por engordar, besamos también el Cazorla, donde todo lo frito está bueno, y lo demás también, y hasta amagamos con el Come Prima, donde los platos de pasta se sirven solo con mayúsculas; si no, no los hacen. Y en todos ellos, la extraña sensación de las masas, en esa ciudad del ruido y la furia, donde no hay sitio para aparcar, ni ahora ni dentro de un mes, que las plazas de aparcamiento del centro ya parecen vitalicias. Es, claro, la ciudad a la que cantaron Sabina y Antonio Flores; aquella en la que los pájaros visitan al psiquiatra, pongamos.

Fue así que, de tanto catar, le nació a mi amigo la mancha más grande que había visto jamás, al menos en cautividad. Que una cosa es tirarse un poco de ensaladilla sobre la chaqueta que vistes, y otra añadirle un poco de chaqueta a la ensaladilla que vistes. Qué barbaridad. Que lo vimos y casi nos desmayamos del susto. Que no sabíamos ya si ponernos a limpiar con una servilleta o mojarle pan. Que llegamos a pedirle que contuviese de una vez por todas su empeño en homenajear a Don Quijote, y eso ya no le hizo tanta gracia. Y aún así, fue mi amigo absuelto de su pena, y vino a verle el ángel de la guarda, con la limpieza que se hizo entonces en la inmensidad de su chorretón; que es término que alude exclusivamente a la mancha con la que a punto estuvo de contraer matrimonio.

Siguiendo de ruta, asombra que, al cabo de las horas, Madrid seguía hablando de Trump, incluso a la hora del gintonic, con ese aplomo del español medio, siempre a medio camino entre el columnista internacional, el aficionado al fútbol, y el bombero torero. Tanto, que llegué a pensarme si alguien habría investido a Trump en el Congreso y yo sin enterarme. Pero no. Es solo esa necesidad que tiene el hombre del siglo XXI de estar constantemente salvando el planeta. Qué agotadora tarea para los salvadores y salvados, nada más lejos del cereal.

Y ahora, Fortuny, a cuya oscuridad le nace a ratos el brillo de una rubia como la del Rompeolas de Loquillo, que siempre es un ojalá y nada más, que ya sabemos que ella nunca mira al pasar. Y ya no sé dónde, nos sonó Lady Madrid, y yo me aferré al estribillo de los Pereza, que aún quedan garitos donde Rubén y Leiva siguen cantando juntos, y eso hay que celebrarlo. En parte, se nota la bonanza precisamente en esos detalles: en que, como decía aquel inolvidable vinilo de La Frontera, siempre hay algo que celebrar.

Y al fin, balance de daños, agujetas en las piernas. Que siempre pasa igual. A la prosperidad, del ocio, el buen comer y el más beber, le sigue siempre la escasez de taxis. Y eso que aún no ha doblado la curva diciembre, que sume a la urbe en un caos de infinitas dimensiones, fácilmente extrapolable a todo el país. Y resignados, aplaudimos también tan contraria circunstancia. Que mientras se muevan los dineros de una cartera a otra, hay esperanza para toda la nación. Que si algo puede hacer estremecer las bolsas mundiales es ver a España languidecer por las puntas de sus bares. Y descuiden. No hay riesgo. Ese crack no nos va golpear. Aún se venden en Madrid muchos más digestivos que sogas.

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