Opinión

Teléfonos inteligentes, padres idiotas

Decía Descartes que la razón es la propiedad mejor repartida, porque todos creemos tenerla en cantidad suficiente. Y creo que era Groucho Marx también decía: “Es una verdadera pena que las personas no podamos intercambiar nuestros problemas, porque todos sabemos perfectamente cómo resolver los de los demás”. Dos verdades como la copa del árbol de la vida.

Yo, que soy un simple tira piedras, tengo la maldita costumbre de creerme el gran solucionador del sudoku de los demás mortales. Este convencimiento con harta frecuencia me hace confundir el bien general con el bien propio. En fin. Las personas, y en esto sí convendréis conmigo, somos muy aficionadas a buscar la verdad, aunque bastante reacias a aceptarla.

A lo que voy: ¿Cómo es posible que unos padres, en teoría entendidos, le faciliten a una criatura de doce o trece abrileñas rebeldías un smartphone de última generación sin establecer unas reglas mínimas de uso?: A saber: Primera: mantenerlo apagado durante la noche. Segunda: no tenerlo en la mesa durante las comidas. Tercera: no consultarlo mientras alguien te dirija la palabra (compañero, o adulto, o igual). Cuarta: no descargar nada sin primero consultar a tus progenitores. Quinta: no dar el número a ninguna persona desconocida. Y sexta, y sobre todo, cuando te mandemos parar, para o apágalo sin tanta historia ni tanta tontería. ¿Está claro?

Pues no. No lo está. Se permite, pongamos por caso, que una niña a la que se le prohibiría ir sola a la playa, o a la piscina municipal, o en autobús a visitar a sus abuelos a la aldea, navegue en Google, en Facebook, en Youtube, y se pierda por esos vericuetos del anonimato sin orientación ni brújula alguna. Se permite que curiosee en las páginas eróticas, que se desconcierte con las pornográficas y que intercambie imágenes de sus rincones más íntimos con cualquier pederasta que se cruce en su arriesgada  singladura. 

Después, eso sí con gran llanto y rechinar de dientes, los padres echan las manos a la cabeza; los sicólogos echan al vuelo las teorías; los políticos la lengua a pastar y las feministas la culpa a los que tienen pilila.  

No sé. No sé si llevo razón, pero digo lo que pienso; sabedor también de que la sinceridad suele molestar más que nada a los que viven en el –y del- mundo de las falacias. ¿Tanto costaría crear una aplicación que regulara de forma automática el uso de los smartphone? ¿Tanto una alarma que saltara cuando un menor de edad se aproxima al Finisterre tenebroso de lo desconocido, al abismo de los monstruos y maníacos, al Leteo del que solo se sale olvidando los principios y normas inculcados por padres, maestros y mayores? 

En cuanto a la verdad, no somos nosotros los que la poseemos, es ella la que nos posee… Joder, parezco un predicador. Así que -y ahora menos que estáis de vacaciones- no me hagáis ni puto caso. Sabéis qué: Cada teenager a su smartphone, cada mochuelo a su olivo y cada can que se lama su carallo.

Que agosto veña con gosto. Polo menos. 

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