Opinión

Ciudadanos, no súbditos ni vasallos

Existen realidades en las que lo que más importa es el apellido; por ejemplo, si te dicen que tienes meningitis, procura que te aclaren de inmediato si se trata de una meningitis meningocócica o si de una tuberculosa. Cualquier médico te dirá por qué. El caso es que la existencia de la meningitis es real y que siempre puede afectarnos.

La poesía también es real. Realmente existe ese fogonazo, ese breve relámpago que ilumina la oscuridad que rodea a la existencia y nos hace temblar, estremecernos, pues la iluminación tiene esas cosas. Por eso hay tan pocos poetas. Son muy pocos los que aciertan a iluminar el caos, siquiera sea brevemente. El resto son versificadores de mayor o menor oficio; apreciables, si; pero versificadores.

Por eso mal asunto cuando la poesía va apellidada. Cuando se le llama social, o existencial, o cosas así de raras. A la poesía le basta con ser poesía y eso lo es o no lo es. Depende del relampaguito, si me dejan decirlo de modo tan coloquial. Porque resulta que tampoco somos profesores, ni gente docta, tan sólo un escribidor que se encuentra con ustedes los jueves, que antes era cuando libraban las criadas. También los domingos que es cuando ahora lo hacemos casi todos.

Pues al igual que con la poesía en general, igual que con la Literatura o cualquiera de las llamadas Bellas Artes, pero no al igual que con las enfermedades, sucede con la democracia. Mal asunto cuando empezamos a citarle el apellido. ¿Se acuerdan ustedes de la llamada democracia orgánica? ¿Sí? Convendrán conmigo en que no era una democracia-democracia, una democracia casi en estado puro. Partido único, censura de prensa, libertad de expresión clausurada, libre circulación restringida, derecho de reunión regulado, todos ellos, eran síntomas de una enfermedad que afectaba a los derechos humanos cuyo libre ejercicio debe presidir toda forma de convivencia entre los hombres.

Viene todo esto a cuento de que, desde hace unas semanas, hemos empezado a afirmar que esta nuestra se trata de una democracia representativa. Y sí lo es. Pero mal asunto si tenemos que recalcarlo, si tenemos que ponerle el apellido.

Elegimos unos representantes y lo hacemos a través de unas listas cerradas de modo que, quien decide quienes han de ser quienes nos representen y cómo, no seremos nosotros sino los partidos políticos concurrentes al proceso electoral los que lo harán. En nuestro nombre y por nuestra delegación. Por eso a quienes en realidad elegimos es a unos partidos en los delegamos el ejercicio democrático de legislar, al mismo tiempo que a uno de ellos, o varios, le adjudicamos el de gobernar. No elegimos a los diputados para que legislen y controlen al gobierno como nos dijeron que harían y nosotros nos creímos, sino como ellos vean que han de hacerlo y lo decidan. La democracia representativa no es tanto de los representados como de los representantes de modo que casi se pudiera decir que está hecha para ellos. Y a lo mejor no debiera ser tan así, visto lo que está pasando. Todo irá bien, cuando las cosas marchen bien, pero ¿Y cuando van mal? Pues ya estamos viendo lo que pasa.

Las reglas del juego establecen que ha de gobernarnos aquel partido o aquella suma de ellos que obtengan mayoría de escaños parlamentarios y que, en caso de que no se consiga esa mayoría, se debe proceder a un nuevo proceso electoral sin que para ello esté fijado el número de veces que este proceso puede y deba repetirse. Podrían y acaso debían haberse decidido otras reglas de juego, podría haberse establecido una segunda vuelta, podrían haberse legislado estas o aquellas medidas tendentes a corregir las grietas de todo tipo que el tiempo siempre se encarga de poner en evidencia, de modo que las actuales no resultasen tan vagas y onerosas como han resultado ser. Pero no se ha hecho. Las reglas del juego son las que son y deben ser respetadas. Hasta que sean cambiadas.

Por eso no deja de resultar curioso el modo en que durante los últimos meses se ha demonizado este asunto de las elecciones. Ir a otras y terceras se ha convertido poco menos que en sacrilegio democrático. ¡Por Dios, tener que votar una vez más, qué agobio! ¡Emplear un par de horas en desplazarse a un colegio electoral, Jesús, Jesús, Jesús! ¡Y además cuestan un pico, oigan! Pues sí que es grave la cosa. ¿A qué hay miedo, a que siga aumentando el número de votantes de una opción política? ¿O es que se quiere preservar alguna impunidad?

¿Cuánto ha costado la corrupción generalizada gracias a los políticos que irrumpieron en las cajas de ahorro? ¿Cuánto la que redistribuyó los fondos de los ERE de modo que se consolidase una situación de paro, aquella historia de las peonadas, el tan vergonzoso, que todavía nos llena de bochorno democrático? ¿Cuánto la habida desde el Levante valenciano, hasta la Cataluña que acertó a desviar la atención con el reclamo independentista? ¿Cuánto la de las Islas Baleares, cuánto la de la trama Púnica o la Gürtel? ¿Más o menos que unas terceras y cuartas y quintas elecciones? ¿Cuánto es lo que puede seguir costando la corrupción si persistimos en preservar la impunidad? ¿Es que las segundas celebradas fueron mucho más graves que una segunda vuelta?

Hay que empezar a preguntarse si la democracia así de representativa no requiere un tratamiento. ¿En virtud de qué criterio se aplica el actual que, en principio, ha servido para defenestrar a un representante democráticamente elegido por unos cuantos millones de personas y, acto seguido, para violentar la voluntad de sus militantes y electores con la disculpa del buen y común sentido, de la estabilidad que al parecer ha devuelto el equilibrio a España a cuenta de desequilibrar la vida de millones y millones de españoles? ¿Qué resultaría más gravoso? ¿Afrontar ese nuevo proceso electoral que ya se da por superado o mantener en el poder a quienes lo han aprovechado de la manera en que lo han hecho, sean unos o sean otros?

Urge cambiar la ley electoral, la que regula la financiación de los partidos, buscar una salida distinta de la que ofrece la Ley D’Hont, la que fija las circunscripciones electorales y tantas otras de las muchas que nos han traído hasta aquí; en resumen, urge introducir enmiendas a la Constitución, en nuestra Carta Magna, que ha significado tantas cosas buenas para todos, pero que se nos ha quedado obsoleta. Este país no tiene nada que ver con el de 1978. Su realidad es otra y reclama otra regulación legal de la convivencia ciudadana. Somos ciudadanos españoles; españoles, sí; pero ciudadanos; no súbditos, ni vasallos de unos nobles que, presentándose como muy patriotas, nos representen decidiendo por nosotros lo que es bueno y lo que es malo, precisamente para nosotros, cuando estamos viendo y comprobando que es mayormente bueno para ellos. ¿O es que lo suyo ha de ser llamado patriotismo? ¿Entonces, lo de los demás, el nuestro, que es?

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