Opinión

Las cosas no pasan porque sí

Gran Bretaña se nos ha ido y ahora parece que nadie sabe cómo ha sido; algo así como aquello de “pobrecita, entre todos la mataron y ella sola se murió”. Ahora, cuando el llanto y el crujir de dientes, todo el mundo se lamenta y los plañideros de siempre entonan las jeremiadas que manifiestan un dolor en el que muy posiblemente nadie cree y lamentamos su pérdida.

Sin embargo es de suponer que los británicos se hayan ido no en virtud de un carácter colectivo que, a ojos de buen cubero, es decir, a ojos de europeo despistado, es algo extravagante, cuando no un tanto cercano a lo que no pocos llaman un nacionalismo trasnochado, sino gracias a un no pequeño fracaso colectivo engendrado a la hora de iniciar la construcción de esa necesidad común que conocemos como Unión Europea.

¿Se hubiera hecho necesario consultar a los británicos en referéndum si, por ejemplo, se hubiese establecido, a su debido tiempo, una fiscalidad común a todos los países asociados? Es de suponer que no y este constituye, tan solo, un simple ejemplo de la necesidad de construir el cesto europeo con mimbres ajustados a todas las necesidades y no únicamente a gusto y conveniencia de un par de países que han acabado por resultar hegemónicos y que, es de esperar, que ahora pretendan regresar de inmediato a aquella su muy puñetera manía de establecer lo que llamaban una “Europa de dos velocidades” en la que excusado es advertir el lugar que ocuparíamos nosotros.

Es cierto que España ha mejorado notablemente desde que su adhesión al proyecto europeo. Pero no es mentira que gran parte de los fondos europeos que llegaron hasta nosotros lo hicieron con el único y sano propósito de ser invertidos en la mejora y en la humanización de nuestras ciudades, lo que estuvo muy bien y dejó a unas cuantas mucho más bonitas de lo que hasta entonces habían sido. Se hizo así en vez de que esos fondos hubiesen servido para la creación de industrias o para el establecimiento de proyectos que no acabasen por convertirnos en un país de camareros dispuestos a servirle un tinto de verano a cualquier europeo que estuviese dispuesto a pasarse una temporada entre nosotros.

Esto es un ejemplo de lo que nos pasó a nosotros. Es de suponer que algo similar, parecido o semejante les pasase a los ingleses pese a ese higiénico distanciamiento del proyecto que, desde siempre, han mantenido. El caso es que algo tuvo que haber pasado o, al menos, tal es de suponer. Las cosas casi nunca suceden por que sí.

La Unión Europea es un proyecto en marcha y necesario, sin duda, pero para conseguir establecerlo de un modo estable y permanente es preciso evitar que unos países decidan lo que han de hacer otros y, aun por encima, en lo que estos han de convertirse. Y eso es lo que está sucediendo o lo que ha sucedido. Resulta de muy mal gusto enviar dinero para que lo gastemos en unos coches de alto standing que no necesitamos para luego reclamar con cajas destempladas la devolución de unos préstamos aceptados poco menos que metidos a calzador y por los ojos.

Sé que el anterior se trata de un ejemplo y que acaso sea un tanto exagerado; por no decir que muy exagerado, pero es traído a colación porque se desconoce la realidad británica y aquí llevamos años padeciendo la hegemonía germánica.

No es hora de culpar únicamente a los británicos por mucho que sí lo sea de lamentar su decisión, sino de intentar averiguar las causas del descontento que el proyecto europeo está generando en no pocos de los países miembros. Cualquier proyecto político que no genere bienestar ciudadano está destinado, más tarde o más temprano, al mayor fracaso. En nuestro caso, al lado de innegables mejoras alcanzadas, vemos a nuestro país convertido en la residencia de los jubilados europeos, lo que está muy bien, lleno de hoteles prodigiosos y de camareros eficaces, lo que no está mal; pero vemos los campos despoblados, un litro de agua más caro que otro de leche, nuestra generación más preparada poniendo sus conocimientos al servicio de otros piases europeos, las empresas arruinadas y las imprescindible clase media totalmente diezmada en el corto lazo de una legislatura complaciente con vírgenes y con ángeles de la guarda, pero ajena a las preocupaciones de las clases populares.

Si la Gran Bretaña acusaba males semejantes no es de extrañar su decisión y mucho menos se debería de ocultarla, sino que más bien se debería tratar de enmendar errores y evitar la repetición de situaciones. La Unión Europea es y debe seguir siendo un proyecto tan útil como necesario y, para conseguirlo, es imprescindible el reconocimiento de los errores que se hayan venido cometiendo a fin de proceder a su corrección y la posterior determinación de un rumbo de navegación que convenza a todos.

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