Opinión

Hablemos de árboles

No sé si ya les dije a ustedes que este año las hojas de los árboles están de un dorado que estremece. Creo que sí. Hoy debo insistir porque, finalizando noviembre, ese dorado todavía persiste. Ni el viento fuerte de estos días, el que cuando sopla del suroeste me trae el eco de las campanadas de Bastavales, las mismas que escuchaba Rosalía para morir de soledades; ni la lluvia intensa que cae de vez en cuando y vuelve a inundarlo todo, ni uno ni otra, han conseguido desnudar totalmente los árboles de ellas. Incluso las viñas conservan sus hojas, igualmente doradas; también las glicinias, que las ofrecen algo más pálidas y como de oro viejo, cansado de ceder sus reflejos al sol más fuerte del verano. Otros años, iniciado diciembre, podía empezar a podarlas.

Me subía entonces a una escalera que me permitiese alcanzar el emparrado e iba seleccionando sarmientos con los que, llegado el verano, asaría las sardinas. Este año no he podido empezar, tan espeso es el manto que forman y, por si con ello no fuera suficiente, disfruto contemplado la luz que filtran a la planta baja de la casa. Me gusta ver la caída en cascada que forman las hojas hacía la luz naciente y prefiero conservarla, aún no se durante cuánto tiempo.

La verdad es que salgo poco de casa, no lo necesito; de vez en cuando sí lo hago y entonces viajo. Cuando lo hago y regreso, me siento como un navío arribando a su puerto base. Unas veces vuelvo como si lo hiciera de los trópicos y otras como o si de donde viniese fuese del frío báltico; quiero decir, que estoy llegando a casa. Debe ser ya cosa de los años. La vida ha sido generosa conmigo. Me ha permitido viajar tanto y con frecuencia tanta que procuro no hablar mucho de ello. Temo darles el coñazo desde que, en uno de los cruceros anuales que realizaba “el Covadonga”, un general retirado que decía ser gentilhombre de cámara y, a fin de confirmarlo, mostraba una llave que llevaba entre el cinturón y el pantalón, justo allí, en donde se puede adivinar ya el bolsillo posterior derecho de aquel, dio una conferencia que tituló como "Mi maravilloso viaje al Extremo Oriente".

Ignoro lo que pasará hoy pero antes, durante los cruceros podían los cruceristas, desde participar en concursos de buceo o de tiro al plato hasta dar conferencias. El general que les digo, la dio. Al cabo de una hora y tres cuartos contándonos su maravilloso viaje al Oriente Extremo... no había pasado de Barcelona. No les cuento como acabó aquello. Me limita el hecho de que los que escribimos debemos, casi siempre, rebajar la realidad para hacerla creíble y evitar que nos llamen fabuladores. Pero sepan que acabó mal y a punto de motín.

Lo cierto es que he pisado los cinco continentes y navegado los siete mares y aunque no me lo crean he viajado más por ser escritor que por haber sido marino. El caso es que, de una forma u otra, he viajado; es decir, he vivido. Ahora que ya soy mayor, viajo menos. Vivo menos. Antes lo hacía mucho más y casi siempre contaba en el periódico algo de lo que había visto. A unos les gustaba mucho que lo hiciese así y a otros no les gustaba nada. 

En el mes pasado fui a Nápoles y a Madrid y algo les conté de ello. No recuerdo ahora nada de lo que les conté de todo lo que vi en Nápoles, quizá lo hice del tráfico automovilístico más disparatado y distendido de todo el globo terrestre. Recuerdo en cambio lo que les conté de Madrid y de lo que allí vi sin salir apenas del Hotel Preciados. A unos les gustó mucho y hasta les hizo gracia y a otros no les gustó nada. Me refiero a cosas tan esenciales como la coleta de Pablo Iglesias o las piernas de Elisa Beni ofrecidas ambas en su casi total plenitud. A

quella quizá para dulcificar una a modo de incipiente escoliosis dorsal, quiero decir una curvatura de la espalda que pudiera comenzar a mostrarse pronunciada; esta gracias a una reducción no de cadera sino de la longitud de la falda debida quizá a un hartazgo en el manejo de las agujas de crochet o de ganchillo de las que les hablé el oro día refiriéndome a las que usaba mi difunta abuela, totalmente inútiles a la hora de pinchar con ellas las guindas en aguardiente; tan grandes eran los frascos en los que la madre de mi madre las almacenaba con esmero. Si con esos dos comentarios ya se armó algún revuelo, imagínense el que se hubiera armado si hubiese largado todo lo que se me vino a la cabeza ante la contemplación de la variada fauna madrileña.

Por tal motivo prefiero hablarles de los árboles y de la hermosa luz que filtran una vez que el otoño los viste de colores. O también de los perros de la casa e incluso de las aves que a veces la visitan. Hace nada una garza, acaso descendiente de la que cantó el Arcipreste de Hita, la del "qué talle, qué donaire, qué esbelto cuello de garza" se posó en lo alto del tejado y se pasó allí media mañana. Es tan cierto como lo de la conferencia del general gentilhombre de cámara; además tengo un video acreditativo que gravé con el teléfono móvil. Si alguien quiere verlo que me llame. Me callé que la vi al regresar a casa y no dije nada para no asustarla y por si acaso pudiera ser cosa de un encantamiento y fuese el alado espíritu de Susana Griso pues estos, los encantamientos, como los gallegos bien sabemos, van por el aire y vienen por el viento. Incluso en otoño y siendo viernes.

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