Opinión

Jueces, extrema derecha y extrema izquierda

Pierre Guidoni fue embajador de Francia en Madrid. Yo fui amigo suyo. Corrían los primeros años ochenta y, cada vez que se hablaba de que había "ruido de sables", lo llamaba inquieto para saber lo que podría haber de cierto en esos comentarios. Nunca supe si lo que me respondía era cierto o se trataba de serenar mi intranquilidad y sosegar mi ánimo. Esto de serenar mi ánimo, dicho hoy, puede que suene algo peliculero, de hecho así suena, pero viniendo de la lucha política en la clandestinidad, aquellos que la vivieron, sabrán que el asunto era como para preocuparse.

El caso es que Pierre Guidoni siempre me decía lo mismo: que no me preocupase, que el problema del asentamiento y consolidación de la democracia española no radicaba en los militares… sino en los jueces. Yo solía interpretar sus palabras en el sentido que ya expresé pero, a la vista de los hechos y de lo que lleva demasiado tiempo sucediendo, estoy convencido de que tenía razón.

Es tan cierto que fueron unos militares los que llevaron a cabo la intentona del 23 de febrero de 1981 como que en España hay cantidad de jueces demócratas, serios y responsables, unos; serios y responsables, pero ecuánimes y respetables aunque no muy demócratas, otros. También que acaso haya demasiados que, incluso siendo serios y responsables, sucumban a una ideología no tan trasnochada como sería de desear.

Desde el inicio de la democracia, los militares, nuestros militares, que ya no mandan sobre niños sino sobre adultos profesionalizados, se han relacionado con el resto de los militares europeos y, a través de la OTAN, con los estadounidenses que, querámoslo o no, defienden una nación de estados como es la suya y un orden constitucional que permite considerar aquella en la que viven como la democracia más antigua y firme de todas las actualmente existentes. Esa relación, ese continuo roce, unido a un alto grado de preparación, que no tiene nada que ver con la de aquellos trescientos y pico generales reinantes en el antiguo régimen, o así me lo parece a mí, han permitido una evolución que aplaudimos y deseamos que continúe por el bien de todos.

Ignoro si es el mismo caso de los jueces. No sé si ellos han tenido que pasar, o no, esa decantación democrática de los usos y costumbres heredados que supone el roce constante con la permanencia en Europa, sea en Bruselas, sea en La Haya o en donde hubiere menester, como diría el viejo profesor Tierno Galván, aquella especie de santón laico... pero menos; una decantación que los habituase a esos nuevos enfoques y comportamientos; a esa ética que por aquí todavía no se estila, al menos en la medida de lo deseable. Y no solo los jueces, claro, se ven afectados por ese mal que se diría endémico de nuestra administración de justicia.

En Francia, por ejemplo, un abogado no se puede defender a sí mismo en un juicio. Allí los abogados son considerados como garantes de la república y, en caso de que lo sean, en caso de ser juzgados, no solo no se pueden defender sino que su propia condición de abogados implica, en caso de resultar condenados, una pena mayor que la que le correspondería a un ciudadano normal por idéntico delito. ¿Se lo imaginan? ¿Se imaginan a nuestros parlamentarios votando una ley que contemplase tal posibilidad? 

Hubo un tiempo en el que pasear por Europa era una alegría constante debido a los elogios que suscitaba nuestro comportamiento colectivo; un comportamiento que se resume en la expresión y el concepto de Transición Democrática que estábamos o que ya habíamos llevado a cabo. Era un orgullo sentirse ciudadano de un país capaz de obrar lo que hoy ya no se nos antoja un milagro a pesar de que lo haya sido. Ese milagro se fue diluyendo poco a poco hasta regresar, más tarde, con las leyes sociales promulgadas durante la primera legislatura del gobierno presidido por Rodríguez Zapatero... para languidecer de nuevo durante la segunda a cuenta de la negación de una crisis que era más que evidente y que nos dejó a los pies de los caballos.

Seguimos bajo esos pies, debidamente pisoteados por ellos. Un millón de titulados rozando el umbral de la pobreza lo acreditan. Las recientes decisiones y declaraciones de los tribunales europeos, que no han dudado en posicionarse sobre el juicio celebrado contra Otegui, las encarcelaciones de los independentistas catalanes o sobre la más reciente decisión que exime de pagar un impuesto a los bancos hipotecarios, lo corroboran. Y lo peor no es eso, lo peor es la fragmentación brutal de una ciudadanía que, harta de unos y de otros, ha empezado a hacer pivotar sus opiniones sobre dos extremos en absoluto deseables. La extrema derecha que había neutralizado Fraga y la extrema izquierda que serenara el Partido Socialista llevado de la mano por Felipe y Guerra, han recobrado unos ímpetus de los que carecían desde hacía ya tantos años que ya casi nadie guarda memoria de ellos. Pero ahí están. 

Podrán considerar catastrofista en extremo lo que aquí y así se dice. Ojala tengan razón porque la fractura ideológica y social que padecemos solo no la perciben aquellos mismos que la ejercen con denuedo digno de mejores y más solidarias y democráticas causas.

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