Opinión

La ruta del Crisantemo

Ah, las diferentes formas de morir, los distintos modos de pelear e incluso de discutir! Son tan cambiantes, tanto y de tal forma lo hacen que nadie nos había advertido que podría suceder. Bien al contrario, las buenas costumbres, la moral acrisolada, la actitud ante la muerte o la respuesta a los desafíos no eran, no respondían a una cuestión de principios; mucho menos a unos principios inamovibles y seculares en los que la mayoría de nosotros fuimos educados de modo que, ahora, llegados a cierta edad, todavía no abrimos la boca porque nos dijeron que bostezar era de mala educación. Y razones tenemos.

Como me gusta comer temprano suelo ver las películas del Oeste que emiten en la segunda cadena de TVE. Lo hago llevado de la melancolía de la sesión de las tres y media de los domingos en el Xesteira, o en el Mary, también en el Losada, en el Principal o en el Avenida, pero no durante no demasiado tiempo, es verdad, pues tan malas son, tan elementales y simplonas como tan realistas en algunos detalles que pudieran parecer muy simples. En ellas, los cow-boys pelean de manera tan cierta y patosa, tan rudimentaria, que enternece; tan alejadas están, aquellas peleas, de esos ballets actuales en los que los contendientes vuelan, describen círculos airosos y no se despeinan aunque les haya caído una viga encima.

Entonces aún no habían aparecido en las pantallas esas interminables persecuciones automovilísticas y todavía podíamos ver aquellas galopadas en las que, los caballos de los malos, siempre corrían menos que los de los buenos y contemplar cómo, unos y otros, buenos y malos, indios y vaqueros, se caían de sus caballos de un modo creíble y aceptable. Entonces, admirábamos a los actores según y cómo exhalaban el último suspiro. Y los calificábamos, claro. Eran otros tiempos. Los buenos y los malos corrían y saltaban con las mismas dificultades que el resto de los mortales de forma que nuestras conductas posteriores no estaban condicionadas, como ahora, por héroes que corren como gamos, vuelan sobre el vacío saltando de un terraza a otra o se matan sin que medio un desafío previo.

Hoy mismo acabo de ver en un espacio de noticias a una hermosa presentadora anunciando, con la mejor de las sonrisas, que uno de cada cuatro jóvenes españoles con estudios vive en el umbral de la pobreza y acude a los centros de ayuda en busca de comida o ropa pues el sueldo no le da para vivir. Dijo uno de cada cuatro. Si llega a decir que el veinticinco por ciento de los jóvenes españoles padece esa situación igual tampoco hubiera pasado nada. Los más vimos y oímos la noticia en la soledad familiar, delante del televisor, seguida de otras más vertidas torrencial y se diría que impulsivamente y ni siquiera pudimos oír nuestra propia respuesta, nuestro amargo comentario ante la realidad que se nos ofrecía. En las pequeñas aglomeraciones que se producían a la entrada o en la salida de las funciones cinematográficas era posible compartir la ira o la alegría por lo que íbamos a contemplar o acabábamos de ver. Vivimos en una sociedad ensimismada que se pasa un tercio de su vida consciente contemplando las pantallas de sus televisores o las de sus teléfonos móviles de modo que nada ajeno a ellas empieza a dejar de ser real... o dejó de serlo hace ya tiempo.

 Está nuestra es ya una sociedad llena de asepsias para las que no estábamos preparados. No es que fuese bueno ver pasar las carrozas fúnebres, al pie del Campo de las Mercedes y camino del cementerio de San Francisco, arrastradas por unos caballos empenachados en negro y seguidas con curas detrás de una cruz alzada. Pero tampoco debe serlo mucho esos traslados semi clandestinos de los difuntos a los tanatorios y su posterior y aséptica cremación. No eran encomiables las lloronas, las plañideras que se mesaban las cabelleras y gritaban, con arte, sí, pero desgañitándose. Pero de aquello a no despeinarse o pasarse antes por la peluquería media tan poco tiempo que algo debe estar fallándonos mientras no somos capaces de construir un nuevo rito y organizar el duelo reprimiéndolo sino vehiculándolo de modo que resulte liberador y lo sucedido no nos encierre más en nosotros mismos.

Los sociólogos y los antropólogos, los estudiosos de este tipo de cuestiones, tan alejados sus conocimientos de los de este curioso impertinente en el que me he convertido, explicarán con mayor y mejor fortuna lo pernicioso o lo benéfico de estos cambios. Lo cierto es que están ahí, esperándonos, no solo durante todo el año sino especialmente en esta semana que se nos viene encima y nos empujará a recorrer la que un pariente mío denominó la Ruta del Crisantemo y, ya ven, esta flor, que nosotros tratamos en tiempo de adviento fúnebre y tristes y nostálgicas melancolías, es en otras culturas, en China y Japón por ejemplo, símbolo de longevidad y materialización del sol, un símbolo solar, de luz y vida, de sabiduría, perfección, alegría y belleza.

Es lo que va de unas realidades a otras. De esta a la China, de la de nuestra adolescencia a la de nuestra vejez.

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