Opinión

Mirando desde la distancia

Recuerda Montaigne como Scanderberg, príncipe de Epiro, quien al parecer era una máquina de guerra humana, un coloso poco menos que invencible, estando persiguiendo a uno de sus soldados para darle muerte, éste, harto de huir o avergonzado de hacerlo, harto de suplicarle piedad y de humillarse, se dio la vuelta y, espada en mano, le hizo frente. Tal acto paró en seco a su señor que, ante decisión y acto tan honrosos, le concedió la vida.

Sigue recordando Montaigne como el emperador Conrado III le puso cerco a Güelfo, duque de Baviera, a causa de no sé qué pleito o lucha pendiente. Ante las compensaciones que se le ofrecieron y que consideró, cuando no viles, sí cobardes, decidió perdonarles la vida a las mujeres que permanecían asediadas junto al duque, para que pudiesen abandonar el cerco, a pie y con el honor a salvo, llevando encima todo aquello que pudieran. Así lo hicieron, pero llevando encima a sus maridos y a sus hijos e incluso al propio duque. Conrado, al ver el ánimo que las había movido lloró con la emoción que tal hecho le causó y mitigó su venganza, calmó la violencia de su ánimo y a partir de entonces vivió en paz y armonía con quien había sido su enemigo.

Confiesa Montaigne que a él, cualquiera de los dos actos, lo hubieran conmovido pues la misericordia y la mansedumbre, contempladas desde la ternura de su ánimo le permitirían establecer la necesidad de socorrer a los afligidos, pero sin ablandarse ni compadecerlos. Ya ven ustedes como, entre un ejemplo y otro, entre la actitud que nos confiesa Montaigne y las distintas educaciones que recibimos, incluso y también las  distintas realidades que nos envuelven, pueden estas determinar nuestras actos en un sentido o en otro. Vamos a dejar aquí lo que Montaigne continúa diciéndonos y quizá, tan sólo quizá, aconsejándonos. Ya volveremos otro día a releerlo.

Mis ya viejos compañeros de bachillerato anduvieron, durante estos últimos días -a través del chat mantenido entre todos en ese WhatsApp  al que suelo referirme, a estas horas, en estas páginas- enzoufallados en distintas conversaciones y controversias, dejándonos contemplar, no a los equidistantes ni indiferentes, aunque sí a los curiosos, sus distintas actitudes respecto a los distintos problemas, problemas ciertos, que la presencia de tantos trabajadores, llegados de países menos próspero que el nuestro, nos están planteando a diario.

He leído y releído las intervenciones de mis viejos compañeros, pero absteniéndome de participar en el rifirrafe que se acabaría estableciendo entre los altruistas y los egoístas, entre los conservadores y los progresistas, los manifiestamente de izquierdas y los evidentemente de derechas, limitándome a darles o restarles la razón cada uno de los bandos en lucha incruenta, pero lucha, de ideas y actitudes.

Mientras lo hacía no dejaba de pensar en lo que opinaría Montaigne respecto de las cuestiones planteadas quizá porque mi propia vida de escritor solitario se parezca en algo a la del gran escritor francés y haya decidido contemplar todo desde la distancia; no porque no me interese lo que ellos digan sino porque me interesa en tan gran extremo que me muevo de un lado a otro, según hechos y criterios, según oportunidades y consideraciones, llevado de la mano por un escepticismo volcado sobre la sociedad humana que me pesa en el corazón como si fuese una losa.

Los argumentos de mis compañeros, en estas cuestiones derivadas de la presencia de emigrantes y refugiados, son mayormente las mismas que ustedes conocen y aceptan o rechazan a diario según credos y pertenencias, actitudes y compromisos, intereses o ideales, de un modo que no cabe ya reproducir aquí porque basta con recordar la mayor parte de las tertulias habidas en la radio y en la tele para poder hacerse una idea.

Al final, como advertiría Montaigne, todo es una lucha entre la benignidad y la malignidad y debo confesarles que hace tiempo que, entre el bien, entre el considerado bien por unos, y el considerado mal por otros, siempre acabo pensando que "Deus é bo pero o demo non é mao" y, al igual que nos sucede en nuestra historia colectiva, acabe haciendo bueno aquello de que  "hai que lle prender unha vela a Deus e outra ó demo" aunque no sea eso lo que yo quisiera hacer ni en el caso de mis compañeros del instituto del Posío, ni en cualquier otro caso. No tanto porque el bien y el mal hayan dejado de interesarme sino porque se entremezclen tanto, en tantas ocasiones, que tengo miedo a añadir confusión gracias a la confusión que, en tantas oportunidades, en muchas más de las deseables, ambos conceptos me producen.

Así que hace tiempo que, entre el bien y el mal, he optado por la búsqueda de la bondad porque en todos lados hay gentes buenas y esta, la bondad, no es confundible ni con lo que unos entienden por bien, ni con lo que otros califican como mal. La bondad o la falta de ella en la ejecución de nuestros actos, es la que acaba siempre por imponerse y, al final, sino todo sí casi todo se resuelve entre egoístas y altruistas. Es así salvo que ninguno de ellos se exceda y roce o la ingenuidad propia del buenismo, por un lado, o la maldad hipócrita y exquisitapor el otro.

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