Opinión

Muerte en la rúa do Vilar

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Seguro que las había, pero llevo tiempo esforzándome en recordar las floristerías que había en el Ourense de hace sesenta años y no encuentro ninguna digna de ser recordada; mejor dicho, no encuentro ninguna. No digo que no las hubiese, digo que no las recuerdo.

No creo que no se regalasen más flores en aquel Ourense que las que orlasen las coronas mortuorias con las que, primero, engalanaban las carrozas fúnebres que subían por la calle del Capitán Eloy (antes se llamaba así, hoy no sé cómo se llama; si es que cambió de nombre, claro) cuando yendo camino del campo de las Mercedes, lo bordeaban por su parte inferior, se aventuraban por la rúa Pena Trevinca, y se desviaban en la primera a la derecha y de allí ya al cementerio.

Dije carrozas y dije bien. Las había de todo tipo, negras casi todas ellas, tiradas por caballos negros, empenachados en negro que, en numero de dos, o cuatro, o incluso más, dependiendo de la categoría del difunto y de la generosidad o las ganas de impactar de sus deudos, podían formar el tiro. ¿Cómo eran esas carrozas? Pues como las que se ven en las películas antiguas. Tenían un gran trabajo de ebanistería, las más lujosas. No recuerdo si el féretro iba protegido por cristales en una a modo de urna central o bien si nada lo separaba. Sé que era impresionante ver aquellas comitivas desde las ventanas de los dormitorios del colegio en el que este escribidor de ustedes residía en régimen de internado.

También impresionaban los entierros de los pobres cuyos cadáveres iban sobre una humilde plataforma tirada por un penco en casi absoluta soledad. Un cura desganado detrás de ella, a continuación unos pocos familiares y si acaso algún amigo. Pero ninguna corona, ninguna flor sobre el triste ataúd empequeñecido en medio de la plataforma de aquel carro que, en la estación de tren de Pontevedra, servían para descargar y trasladar las mercancías. Peor era los que ni en plataforma iban y eran llevados en andas por cuatro amigos o familiares, a veces sin ni siquiera un sacerdote detrás de ellos.

Lo que cuenta Torrente Ballester en una de sus novelas, ahora no recuerdo en cuál, acerca del entierro de una prostituta, no es producto de la imaginación del autor. Sí los es, en cambio, del arte de narrar que Torrente disfrutaba y de un hecho real acaecido en Ourense después de haber fallecido una profesional con despacho en la rúa do Vilar a la que se le negó tierra sagrada una vez que su cadáver hubo llegado al cementerio. Entonces eran así las cosas.

Al impedirle la entrada en el camposanto, quienes lo portaban en volandas dieron la vuelta y se encaminaron de nuevo hacia el barrio que estaba (¿está?) detrás del ayuntamiento en donde tampoco se quisieron hacer cargo del fiambre. Así que empezaron a dar vueltas por Ourense adelante, llevando el féretro a hombros y sin saber a dónde dirigirse.

Al cabo de unas horas, bajo la lluvia, se habían ido sumando a la comitiva cientos y cientos de personas que, al ver que se avecinaba la noche, empezaron a clamar “¡Terra Santa prá difunta! ¡Terra Santa prá difunta!” mientras continuaban vagando sin rumbo por toda la ciudad para acabar, a las tantas de la noche y convertido el séquito en una pequeña multitud, delante del palacio obispal, reclamando tierra sagrada para enterrar a la muerta. El obispo acabó cediendo y, a una hora completamente inhabitual, el cadáver de la señora acabó residiendo en su lugar de descanso… eterno.

No es de esperar que su entierro fuese acompañado de flores y menos si era invierno, extremo este que desconozco. Me gusta pensar que, al día siguiente, o al menos al cabo de unos días o semanas, alguien se acercaría hasta San Francisco para llevarle un ramito de cualquier flor sencilla con la que adornar su tumba. O incluso solamente una.

Entonces las flores tenían un lenguaje. Además de que cada una decía una cosa, si se colocaban a la izquierda representaban a quien las enviaba y si a la derecha a quien las recibía. Si eran colocadas boca arriba significaban una cosa y si boca abajo exactamente la contraria. Me gusta pensar que le llevasen una violeta que significa “corazón tranquilo” y que la colocasen boca abajo en el ángulo inferior izquierdo de la sepultura porque, en ese caso, significaría “corazón que sufre”. En todo tiempo, en aquel Ourense también, había seres sensibles capaces de enamorarse de una puta… que a lo mejor no lo era tanto. Siempre estaremos sujetos a nuestras pasiones.

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