Opinión

Próceres que no ponen huevos

Continúan aburriéndome los telediarios, suelen irritarme los debates de la tele y no soporto las risas enlatadas. Y esto me pasa a mí, que no hace mucho no entendía como podía ser posible que la gente viviese ajena al devenir político de su pueblo. Me exasperan las carcajadas, generalmente de una ordinariez que abruma, vulgares hasta la exasperación, casi siempre las mismas que surgen "adornando" algunos programas, como si así lo hiciesen más ameno o como si aquí solo pudiesen reírse siempre los mismos. No lo sé. La peor de todas es una que brota, siempre la misma, de no se sabe dónde, pues carece de ubicación y rostro, destacando sobre las demás, surgiendo de lo profundo de no se sabe que subconsciente colectivo. Lo hace en un programa de El Gran Wyoming que se titula "El intermedio" y se emite entre la realidad y la ficción, es decir entre las noticias y una película o un concurso delirante.

Así empezaba el artículo que había escrito para hoy y por ahí y de ese modo continuaba hasta que recordé las palabras de Stuart Mill que había subrayado no hace mucho. Las busqué y las encontré, faltaría más; aquí mismo se las dejo: "En general las opiniones contrarias a las comúnmente establecidas solo pueden hacerse oír con una estudiada moderación y el mayor cuidado en evitar toda ofensa innecesaria: el mínimo desvío de esa línea redundará en una pérdida de terreno". En ese mismo momento di marcha atrás, abandoné en un archivo los párrafos que seguían al anterior, los guardé en espera de mejor oportunidad o conveniencia, y, al no tener claro por dónde debería seguir, me entretuve en continuar los que continuaban la opinión del señor Stuart. Como todavía estamos viviendo tiempos de recortes me atrevo a hacer el que entiendo preceptivo: "En cambio, el vituperio sin mesura, si está usado a favor de la opinión dominante, disuade a la gente de profesar opiniones contrarias y hasta de escuchar a quienes las defienden".

-¡Coño! -me dije- ¿Será esto lo que me está pasando? 

Y entonces me abandoné a una no muy larga disquisición que me permitiese salir, ya que no de dudas, sí al menos de mi sorpresa. Lo hice tirando por elevación, previo giro y ágil juego de cintura, de modo que la perdigonada surgiese con trayectoria parabólica; que es arte que ejercitan los que gustan del viejo tiro de pichón, ahora prohibido, cada vez que practican lo que con algo de justicia se podrá denominar el tiro al plato.

¿Qué hice entonces? Moderarme, templar la voz -la voz interior, claro, esa que nos va dictando lo que escribimos, adueñándose a veces de nosotros y en ocasiones de nuestro propio y mantenido criterio- rebajar el tono, cambiar el ritmo y susurrar como hacen las beatas y/o los beatos de esta o de aquella cofradía. 

En realidad el programa está muy bien, lo único que irrita es la ordinariez de la risita. Y por ese camino pretendo seguir escribiendo, ya completamente satisfecho, a salvo de mí mismo e incluso de Stuart Mill. Así es también, como vamos saltando del debate a gritos a la carcajada amarga que se pretende risueña; de la beatería monjil a la moralina del presidente de la liga antialcohólica que se emborracha por las noches en la soledad de su casa; del moralista homófobo al puritano maniaco; de la in-dá, indá-pendençi-á al 155 no como límite de velocidad sino como stop obligatorio a toda costa, cuesta y coste y del parlamento, entretenido en caralladiñas con minuciosidad diríase que enfermiza, a los masters, tesis doctorales, viajes en helicóptero, pactos contra natura, saltos de protocolo y otras insignes saltimbancadas, cuando no a botes de mermelada, tarjetas black o comidas con micrófonos ocultos, para mercadeo de íntimas lencerías negras u otras prendas similares que indiquen desnudez y desvergüenza, de modo que el país va siendo ocupado por programas llenos de risueños y de próceres cacareadores (en espiral ascendente y en falsete) y de manera que no anuncien la puesta de huevo alguno, sino más bien la rotura de muchos que ya han empezado a afectar a la ciudadanía que contempla, asombrada, como ya no se pueden contar chistes, ni emitir comentarios que no hace nada estaban a la orden del día sin que por ello nadie se mese las barbas, rasgue las vestiduras o cisque cenizas sobre su blonda cabellera. Tan solo risas y cacareos, risas enlatadas y políticos dándonos la lata y diciendo que su papá es guardia.

Estamos entrando en el reino de la gazmoñería y la estolidez a pasos agigantados. No nos reímos, no, nos carcajeamos. Mientras tanto el afán de persecución empieza a asomar en medio de esas carcajadas, que seguimos como galgos que saltan de modo instintivo detrás de cualquier artefacto, de cualquier artificio mediático que confundimos con una liebre de especial inmoralidad. Y lo hacemos así hasta caer extenuados, pero gozosos por haber ganado el cielo porque sentimos la satisfacción del deber cumplido. ¿Por qué nos hemos vuelto así? Antes no lo éramos, ni siquiera lo fuimos durante la dictadura; al menos no lo fuimos durante los últimos años. Pero ahora sí. Nos estamos volviendo puritanos, en el peor sentido del término. No nos queda apenas nada para envolver en una bolsa de papel la botella que nos llevamos a los labios; es decir, avanzamos mucho en el dominio de la hipocresía, ese arte para el que al parecer no estábamos dotados. No sé si será una suerte.

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