Opinión

Puritanos, mojigatos, totalitarismo

La sociedad actual está cayendo, de morros, en un puritanismo que se nos atragantará a todos en cualquier momento. Síntomas ya hay de ello. O eso creo y, como lo creo, ya lo he comentado en varias de estas bisemanales entregas anteriores. 

Como en el mundo tiene que haber de todo, yo también tengo lectores y, uno de ellos, me reprocha con cierta vehemencia que me olvide de que la nuestra, la de nuestra adolescencia y juventud, también era una sociedad absolutamente puritana. Pues no. Se equivoca también por completo. La de entonces era una sociedad pacata, que no es lo mismo.

Quienes fuimos alumnos del Padre Legísima, que fue nuestro profesor de religión en cuarto de bachillerato, recordamos aquellos conceptos de conciencia lasa y conciencia escrupulosa que él definía perfectamente, mientras hablaba soltando unos salivazos que aconsejaban llevar paraguas a los de las primeras filas. 

Entonces, la nuestra y diría que generalizada era la conciencia escrupulosa. Todo lo teníamos que someter a examen, todos nuestros actos estaban guiados por el exceso de precaución, de prudencia. Recuerdo a un compañero preocupadísimo porque, llegada la hora del recreo y habiendo contenido las ganas de orinar desde que había desayunado, mínimo un par de horas, cuando llegaba la hora feliz de salir al campo del Pompeo y se disponía a hacerlo podía estar tan escrupulosamente preocupado como para afirmar que "cuando tienes tantas ganas y meas, da tanto gustito que debería ser pecado". Un puritano nunca se expresaría de tal modo. Un escrupuloso sí.

Otras apreciaciones suyas eran manifestadas de igual modo. Si apoyaba la yema de un dedo índice en el trago, es decir, en esa carnosidad triangular de nuestra oreja opuesta a la oquedad de entrada al canal auditivo, a la llamada concha, y la apretaba contra ella al tiempo de hacer subir y bajar su mano, agitándola arriba y abajo, algo que todos hemos hecho alguna vez, también le producía tanta sensación de goce que formulaba la misma apreciación mientras esperaba ansioso a que le respondieses que no, que no creías que fuese pecado. Fuimos educados como unos soberbios timoratos, eso sí. Pero de ser un timorato a ser un puritano media un abismo. El primero se pregunta por los placeres sencillos mientras los practica o solicita que se los practiquen. ¿Cuántas veces la muy casta esposa solicita del discreto marido que le rasque la espalda y se retuerce de gusto cuando lo consigue?

El puritano puede reclamar perversiones peores, mucho peores que las citadas, pero será un furibundo adalid de la moralidad pública, un gran debelador de la conciencia ajena; mucho más que de la propia, a la que considera a salvo de toda contingencia. El pacato, no. Ni siquiera en la intimidad conyugal se atreve a poco más que a taponarse el oído, o a pedir que le rasquen la espalda, mientras que el puritano esbozaría una sonrisa despectiva al enterarse de esa pudibunda escrupulosidad para entregarse a todo aquello que públicamente denigra; ¿un ejemplo? el de Edgar Hoover, el fundador del FBI estadounidense, gran debelador de moralidades ajenas que al parecer era un golfo redomado habituado a caer en todas las obscenidades que solía achacar a los demás para practicarlas él en la intimidad más impune que se recuerda.

Es posible que algunos de nosotros, de los que fuimos educados en la melindrosa mojigatería de la que creíamos habernos liberado, regresemos ahora a ella asustándonos de un puritanismo que solo nosotros percibimos. Pero es que ha cambiado tanto la vida que es de temer que estemos en lo cierto.

En los últimos cien años esta pequeña nave a bordo de la que viajamos por el espacio interestelar, al parecer sin rumbo conocido, se ha deteriorado más que en los diez mil anteriores (por poner una cifra prudente). Es posible que mi compañeros del Colegio Menor, recuerden una ocasión, en la que Antonio Eiras Roel, nuestro director, después catedrático de Historia en la universidad compostelana y cronista oficial de Galicia, nos dijo que, al menos históricamente, nuestra sociedad le estaba dando una lección de moralidad, a las de nuestros antepasados. Nunca lo creí de todo, pero en algunos aspectos alguna o mucha razón sí que había que dársela, pues si el siglo XX fue el más cruel de la humanidad y en ningún otro se cometieron tantas atrocidades como en el que nosotros fuimos educados también es verdad que nunca hubo tantos periodos de paz y tantos logros en la convivencia humana como los disfrutados en él.

El problema surge ahora, en este otro siglo, mientras nace un nuevo milenio, cuando a nuestro alrededor, alrededor de esta sociedad todavía privilegiada en la que vivimos, todas las salvajadas tienen cuenta en tanto que nosotros contemplamos la película tapándonos los ojos con los dedos de nuestras manos entreabiertos, como hacían las monjitas, mientras reprimimos cualquier atisbo de libertad de expresión o de conciencia que pudiera molestarnos y al tiempo que a nuestro alrededor vemos crecer un pensamiento totalitario y uniformizante mucho más sibilino y eficaz que cualquiera de los históricamente precedentes. 

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