Opinión

La antorcha y el abismo

Cuando empiezo a escribir está página y a dejar que las horas transcurran lentas y un sí es no es algo oprobiosas, tan desapacible está la mañana, tan nublado amaneció este día, es porque la actualidad está estancada y todo permanece en suspenso. Veremos por dónde acabamos saliendo. Contando con que la gripe lo permita. Ahí vamos.

Hace quizá un par de días, no muchos más, que los de la yihad no han vuelto a sorprendernos con su gratuita crueldad. Con anterioridad les hemos visto destrozar un museo pero, desde que los talibanes volaron los budas gigantes de Bamiyan, estas cosas ya no nos sorprenden. Incluso ha dejado de sorprendernos que la gente discuta si vale más una vida humana o una escultura del siglo VI a.C. ¡Con lo fácil que es decir que las dos son irreproducibles, las dos valiosas, excepcionales y únicas, sin substitución posible, nos debería llegar. También con condenar a los cenutrios que con tanto vigor y convicción acaban con unas y con otras.

Pero no hace falta ir tan lejos para proveernos de ejemplos tan poco edificantes. En nuestros pagos y en 1840, año arriba año abajo, anteayer mismo, se declaró de utilidad pública la demolición de los soportales de nuestras rúas y se echaron abajo castillos y murallas. Desde entonces deberíamos estar más que vacunados hacia este tipo de actuaciones; al menos en lo que se refiere a nuestro patrimonio monumental. Pero también a otros. Al natural, por ejemplo.

¿Quién se acuerda ya de A Lagoa de Antela? Era un ecosistema prodigioso. En Allariz los ciclos estacionales los marcaban las aves migratorias y los cambios de tiempo las gaviotas que hacían bueno aquel refrán que yo escuchaba en Pontevedra: “Gueivotas a terra, mariñeiros á merda”. Un poco escatológico, si; pero tan cierto como que ahora las gaviotas se aventuran hasta Madrid y colonizan los vertederos de basuras.

Durante las noches de San Juan, los niños de Allariz subían al monte Penamá. Lo hacían convencidos de que emergerían las torres de las iglesias de la ciudad de Antioquía y podrían escuchar sus campanadas tocando a arrebato. Todas las veces que fui, siempre llegué tarde. Pero también siempre había uno que las había oído. ¡Ah, qué tiempos! En “El Cortijo”, que estaba enfrente del Hotel Miño, ponían de tapa ancas de rana que habían circunnavegado esos campanarios misteriosos. Las hacían a la romana y, en la plaza de abastos, era posible comprar un caldero lleno de ellas por tan pocas pesetas que, para no parecer exagerado, me abstendré de recordar cuántas. Era patrimonio natural, la tal y recordada laguna, y allá se fue. Todavía hay quien afirma que lo hizo en aras del progreso.

Les hablo de Allariz porque, pese a que mis paisanos aún no se hayan enterado, soy de nación alaricana, no allaricense, como se empeñan ahora en obligarnos a decir con tal de que sepamos, por procedimiento tan cutre, de los conocimientos de un individuo o de un grupo de ellos, tan amantes del argumento de autoridad que es de sospechar que aún no se hayan enterado de que la Ilustración viene ya de vuelta y allá se nos están yendo, con ella, los valores en los que se asentaban nuestras vidas.

Pues en Allariz derrumbaron el castillo y sus losas yacen ahora alfombrando las rúas de la villa. Un bisabuelo de mi madre, Vicente María Feijoo-Montenegro y Arias, que también lo fue de Luz Pozo Garza, lo dibujó y para ilustrarlo escribió un drama que daba cuenta de todo ello. Mi tío Alfredo le prestó, drama y dibujo, al señor Ogando –los orensanos entrados en años sabrán de quien estoy hablando- y todavía hoy no regresó a manos de la familia. ¿Ven como no hay que ir hasta el Creciente Fértil para encontrar ejemplos de vandalismo cultural? Me refiero al castillo de Allariz, claro está, no piensen otra cosa. El señor Ogando fue unmuy buen profesor de literatura. Le echaba pasión.

Por aquel entonces hubo monumentos que no fueron destruidos. Fidel Castro, que es hombre de curiosidad insaciable, quiso saber por qué la muralla de Lugo se había salvado de la quema. Entendió enseguida que por la sencilla razón de que hubieran hecho falta todos los carros de vacas del país, durante dos años, para desescombrar los cascotes que la rellenan a toda ella. Ya ven que no fue el sentido común, sino la escasa rentabilidad resultante la que frenó el desaguisado.

También por aquí hay túzaros desaprensivos con todo lo que sea patrimonio artístico o monumental, patrimonio natural o histórico. De la misma manera que en tierra de talibanes, o de fanatizados integrantes del Estado Islámico, hay gentes que lloran y lamentan las pérdidas de estos días.

El caso es que mientras por ahí adelante destrozan piezas únicas por aquí y al menos de momento nos conformamos con hurtar códices calixtinos, envolverlos en papeles de periódicos y abandonarlos en un garaje húmedo y, no sé por qué me da en imaginármelo maloliente. El ser humano es el mismo por aquí que por allí. ¿Qué diferencia hay, si es que hay alguna, entre el verdugo que se fotografía exhibiendo la recién degollada cabeza de una víctima de su fanatismo y la de unos padres que aprovechan el reflejo del cristal del salón mortuorio para inmortalizarse en una instantánea superponiendo su propia imagen a la del ataúd blanco en el que descansan los restos de su hija?

La mente humana es insondable. Escribió Balmes, el de “El Criterio” que, según noticias, se leyó Alfonso Guerra de corrido a la tierna edad de diez añitos, la ciencia es una antorcha que puede servir para ver la existencia de abismos, pero no para penetrar en su fondo. Reconozco que me falta la luz de la ciencia para penetrar en el pensamiento de gentes dueñas de actitudes como las que llevan ustedes leído si es que ya lo hicieron hasta aquí. Pero puedo asegurarles que cuando me asomo a esos abismos, me mareo.

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