Opinión

Así les luce el pelo

Allá se nos va otro mes. Lástima que ahora se lleve tan poco el recurso de la melancolía, el acceso a la nostalgia, la incidencia en la tristeza. Si no fuese así, también yo escribiría los versos más tristes esta noche o diría adiós a este mes, más cruel que ningún otro, sin ni siquiera despeinarme y carente de la mínima preocupación que pudiera conturbarme.
Sin embargo, estos últimos de los que avanzamos en la edad que yo disfruto ahora (y que sea por muchos y venturosos años) son tiempos en los que, siendo otra como ya es la estética que los envuelve no es de extrañar que también sea otro el comportamiento que, de un modo u otro, a todos nos empuja.

Hace muchos años, cuando se impusieron aquellos peinados masculinos que tanto recordaban a los de la época barroca y fueron lucidos por no pocas de las estrellas del rock, aún lo son por las más viejas glorias desprendidas de aquel hermoso firmamento musical, creímos, lo creímos a pies juntillas, que correspondían a una etapa de decadencia y sumisión.

Ya no lo creemos, menos cuando vemos a esas viejas glorias con sus rizadas melenas agitadas al viento mientras cantan las canciones que nos conmovieron cuando, sin darnos cuenta, ni ellos ni nosotros, ayudaban a crecer al mundo y a configurarlo de otro modo que, ahora, también ha periclitado para dejar paso no se sabe todavía si a otra estética o si a otra ética que ya no nos corresponde.

Creo que fue Gide, André Gide, quien afirmó que su estética era su ética pero, desde entonces, Breogán me libre a mí de calificar a nadie, haciéndolo a partir de la consideración del aspecto que me ofrezca. Me he equivocado ya en demasiadas ocasiones y preferiría no tener que seguir haciéndolo.

Sin embargo algo de esto hay en la condición humana. Los judíos tienen una expresión, la de shibolet, en la que se condensan los símbolos de pertenencia o de identificación de clase, oficio o condición y que se entiende en su acepción más total si, al recurrir a ella, recordamos el hecho de que los abogados visten toga, los cirujanos ropa holgada y verde o los viejos carpinteros y ebanistas un lápiz de punta gorda sostenido en la juntura de la oreja con su cráneo.

Asimismo vale el ejemplo de la desaparecida tonsura de los sacerdotes católicos, la más amplia y generosa de los frailes franciscanos o las rizadas guedejas que les cuelgan actualmente a los ortodoxos guardianes de la ley de Moisés cayendo desde sus sienes hasta sus mofletes. O más abajo todavía. Algo de esto hay, entonces, que nos permite deducir condiciones a partir de determinadas exhibiciones estético temporales.

A dónde nos puede conducir todo lo que antecede es algo que deberán deducir ustedes, los lectores. A mí ya se me pasó el tiempo de intentar hacer doctrina… si es que alguna vez caí en tentación tamaña. No creo que, cuando me ocupé en el oficio de enseñar, haya dejado atrás ningún “discípulo predilecto”, ni dejado escuela alguna de seguidores de mis afanes o pesares.

Traigo todo esto a colación porque alguien me comentó que leyó un tuit, un chío diríamos en gallego, en el que alguien se planteaba el deseo de que, al tiempo que ETA entregase las armas, el peluquero que los atendió, a ellas y a ellos, también debería hacer también hacer entrega de las tijeras y los peines de los que se valió para acicalarlos del modo en el que lo hizo, dotándolas a ellas de ese peinado que les hace lucir una perrera -que es como en gallego le llamamos al flequillo frontal- recortada a la taza con precisión extrema; es decir, a la cunca de ribeiro, a la amplia cunca de un cuartillo de ribeiro, posada en la cabeza boca abajo y a modo de sombrero, para marcar y delimitar bien el corte a efectuar y al tiempo dotarlos a ellos de aspectos similares o al menos equiparables al que luce en sus últimas apariciones el Carnicero de Mondragón, llamado Josu Zabarte que afirma con total y absoluta parsimonia no haber asesinado a nadie pero que sí ejecutó a muchos, se dice que a docena y media de inocentes. Así le luce el pelo.

Todo esto nos puede llevar a la consideración primera, a la vez que a la de que los símbolos, a la del shibolet, de la que sí se pueden implicar y derivar cuestiones de pertenencia o simpatía, de adhesión o de rechazo, pero también a la conclusión, acaso mucho más esencial y necesaria, de que debemos juzgar a las personas no por sus aspectos o por sus palabras y sí, en cambio, por el conjunto de sus hechos, tomados de uno en uno o valorados igualmente en su conjunto.

Al fin y al cabo el refranero popular, hoy tan olvidado, antaño tan de uso diario y de recordación urgente, sigue siendo válido pues la condición humana no ha cambiado y sigue siendo cierto y verdadero que obras son amores y no buenas razones. El Carnicero de Mondragón ejecutó a muchas personas. Un verdugo sanguinario. Su aspecto así lo indica. Pasen ustedes un buen día.
 

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