Opinión

¡Ay, qué risa María Luisa!

Únicamente me fue posible oír como me contaban un chiste en Japón y miren que insistí en ello. Las gentes que poblamos esta pequeña nave que camina sin rumbo en medio, en el centro, o en el extremo de una galaxia de la que no conocemos ni sus límites, ni su utilización o aprovechamiento en el conjunto del cosmos, esa gente, somos bien distintas unos de otros y eso es algo que, al parecer, no tiene remedio.

Navegamos a bordo de esta pequeña nave a la que calificamos como planeta y llamamos La Tierra, intentando demostrar que no estamos ni solos, ni perdidos, como si fuese necesario que, en el conjunto del cosmos, hubiese más seres como nosotros. Seres destructivos, tenaces en su afán de dominar a otros, siempre a punto de enredarse en líos por culpa de nuestros sentimientos, de nuestras creencias y de los dictados de nuestros dioses, al tiempo que de liberarnos de nuestras miserias gracias a los actos de grandeza que de vez en cuando nos devuelven la esperanza. Pero hablábamos de japoneses y de su escasa o nula capacidad de reírse gracias a esas conjunciones de palabras que hacen saltar la chispa de la inteligencia e iluminan nuestra sonrisa o provocan la sonora carcajada que nos libere de tantas tensiones acumuladas a lo largo de las días.

Pues bien, les decía que en Japón no se cuentan chistes o al menos eso me respondieron cada vez que les pedí que me contasen uno. Se trata, esta mía de querer oír chistes a toda costa, de una vieja costumbre gracias a la que intento comprender el alma de las gentes de un país cada vez que tengo la enorme suerte de viajar y conocer sitios distintos de estos habituales y nuestros. Allí, en Japón, se divierten y se ríen contemplando los batacazos que a veces se llevan las más tiernas criaturas, inventan tamagotchis -recuerden: aquellos huevos (o así) creados por Aki Mata en 1996 o alrededores- que reclamaban nuestra atención y nuestro mimo, ocupando nuestro tiempo, pero también disfrutan contemplando el desplazamiento de los peces en una pantalla de televisión a través de la que les llegan las imágenes tomadas en una pecera de verdad, útil para cientos de miles de personas. Pero de chistes ni hablar.

Sin embargo conseguí que me contasen uno. Quien me lo contó lo hizo con gran recato y sigilo, temiendo o estando seguro de transgredir algo pero dispuesto a hacerlo en aras de la amistad que me profesaba., algo que para ellos es sagrado. Nunca hay que fiarse de un japonés -que siempre te la puede meter doblada en cualquier momento, discúlpeseme la expresión- hasta que te concede su amistad; en ese momento, puedes hacerlo pues si falta a ella, a la lealtad que la amistad conlleva, caerá en el deshonor y, ahora no, pero hace todavía muy poco eso conllevaba el harakiri, el suicidio. El que me contó el chiste, era amigo mío. Valórenlo como quieran.

¿Y cuál el chiste? Pues el siguiente: El emperador hace caca. Ese es el chiste. La profanación de lo sagrado. El atrevimiento consistente en imaginar a un dios en un retrete, orientado al norte porque, según Tanizaki (léase el “Elogio de las sombras”) al recibir el frio del viento del norte la defecación es más placentera y firme y el emperador, al fin y al cabo, es gente. Ríanse. ¡Ghe, ghe ghe! Como comprenderán la risa es incorporada, enlatada como en las series de humor de la televisión. Los japoneses no están dotados con el don de la ironía.

Los ingleses sí lo están. Pero yo estoy de acuerdo con quien haya afirmado –lo advierto así porque seguro que lo leí en algún sitio que no recuerdo, ya que a mi estas cosas no se me ocurren- que el humor inglés no existe y lo que sucede es que los ingleses son así y que eso es lo que nos hace gracia, por eso me río con ellos y con sus manías, los admiro desde lejos, y huyo de sus ironías, cortantes como un bisturí, pues siempre recuerdo aquella señora de Allariz que, ante la advertencia de una convecina de que tuviese cuidado pues tenía una lengua que cortaba como una navaja, se levanto la falda, se bajó la braga hasta dejar expuesta media nalga y le respondió que podía írsela afilando en aquella piedra. Seguro que esta alaricana era de carnes prietas y solemnes como cantos rodados o piedras nacaradas. En fin, a lo que íbamos.

Nosotros, los gallegos, eso sí, con el mayor respeto, solemos contar chistes de portugueses; los argentinos los cuentan de nosotros, los gallegos, y yo, que soy gallego y navegué con vascos en el “Monte Altube” –el capitán lo era, el primer oficial también, lo mismo que el segundo, pues el tercero era yo, natural de Allariz, cosecha del 45-, me los sé casi todos acerca de ellos y no saben cuánto es lo que me río al oírmelos contar cada vez que puedo.

En eso soy como los chinos que no cuentan los chistes para que se rían sus oyentes sino para reírse ellos mismos cada vez que cuentan uno malo, mejor cuánto más malo sea, y puedan contemplar la cara de estupefacción que ponen al no comprender en dónde está la gracia.

En resumen y por concluir de algún modo pues esto podría alargarse sin solución de continuidad alguna: los franceses suelen contarse chistes en los que los protagonistas acostumbran a ser belgas, gentes estas sobre las que no tienen un gran concepto, es decir, que piensan de ellos como nosotros lo hacemos de los portugueses, los argentinos lo hacen de nosotros, los chinos de los japoneses y así hasta caer rendidos.

Pues bien, esos belgas, gentes que, al parecer de los franceses, tiran más bien a tontos que a otra cosa, se han tirado quinientos y pico días carentes de gobierno. Les sucedió durante los años más duros de la crisis económica que todavía atravesamos de modo que nadie pudo aplicar las medidas económicas que, como aquí, salvasen la patria belga de los embates que aquí se han cargado a nuestra clase media y hundido a una enorme minoría del país en la pobreza. ¿Resultado? Al no poder haber sido aplicadas las medidas necesarias, el país ha caminado por si sólo, sus gentes no han padecido recortes y hoy pueden presentarse como una sociedad estable y saneada. ¿Verdad que tiene gracia?

No me dirán que este no es un buen chiste. Su gracia está en que demuestra que, allí en donde se aplicaron las medidas dictadas por una pandilla de secuaces de si mismos, se enriquecieron unos pocos y se empobrecieron unos muchos, gracias a haber sido salvador por aquellos. Aquí no se ríe el que no quiere. Lean como yo lo hago. Ja, ja, ja! ¡Ay, qué risa, María Luisa!

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