Opinión

El loro de la cercanía

Estas cercanías de Compostela en las que yo vivo, tan lejanas del Ourense en el que viví, suelen ser muy visitadas por los pájaros. Hace años, llegado junio, acudían muchas oropéndolas que, por aquí son llamadas vichelocregho. Armaban un buen alboroto cuando, en compañía de los mirlos, devoraban en un par de días, todos los frutos de una higuera que hubo que talar este año. No me importaba. Eran unas brevas grandes, verdes y redondas, totalmente insípidas, con las que mucho disfrutaban; de ahí el alboroto, el revolotear amarillo y negro de sus plumajes y la hierba abonada por sus excrementos profusamente esparcidos. Luego dejaron de venir las oropéndolas. Los mirlos todavía están ahí, anunciando a última hora de la tarde el relevo de los animales de la noche sustituyendo a los del día.

Este año creo que van anidar los vencejos debajo del alero del alpendre. No seré yo quien lo evite. Ni siquiera tres cuervos que andan posándose en la huerta de vez en cuando serán invitados a abandonarla en caso de que decidan construir su vivienda en ella. Contra toda sospecha soy amigo de los cuervos.

Cuando era pequeño, en la carretera que antes se llamaba de circunvalación, la que nacía en el centro escolar Curros Enríquez y moría al pie de la iglesia de los salesianos, había una serrería a la que se iban a recoger sacos de virutas con las que encender las lumbres de las cocinas económicas de entonces, conocidas también como bilbaínas. Durante una noche también hubo una de butano, pero sólo durante una noche. Nada más despertarse mi abuela llamó a Moncho Pérez Rumbao que era primo suyo y era quien las vendía en exclusiva –estoy hablando de las primeras, primeras- para que mandase a alguien que se llevase aquel engendro de su casa. No había dormido en toda la noche poseída por la consciencia de que había metido una bomba –una bombona al menos- en su cocina. Siguió cocinando con leña hasta que aparecieron las eléctricas, pero aún entonces se entendía mejor con los fogones y estoy convencido de que había adquirido una para no darle que hablar a las visitas. Entonces existían las visitas, pero hoy ese tema no nos toca. El caso es que mi abuela siguió enviando a buscar sacos de viruta a la serrería de la carretera de circunvalación que ahora no sé cómo se llama. Hasta puede que se llame de Sáenz Díez. Empezaba siendo la primera a la derecha, una vez dejado atrás el Puente Nuevo, antaño Puente de Hierro, por donde habían estado un fielato y la fiscalía de tasas en la que habían trabajado Celso Emilio Ferreiro y mi tío Alfredo Cid Rumbao y como ya dije el Colegio Curros Enríquez caso al comienzo de ella, sino al comienzo de todo puesto que ya no lo recuerdo bien. Cosas de la edad, probablemente.

En aquella serrería había un cuervo que hablaba. Lo recuerdo perfectamente. No hablaba tanto como el Loro Rabachol, propiedad del boticario pontevedrés Perfecto Feijoo, que cuando entraban en la farmacia algunas mujeres de la Moureira –que es como decir en el Ourense de entonces de la Rúa do Vilar- solían dar aviso. “¡Perfecto, las putas! ¡El permanganato!” o cuando quien arribaba a ella era la molosa corpulencia de la condesa de Pardo Bazán, acostumbraba a advertir: “¡Perfecto, el pendón de la Pardo Bazán!”. El loro de la serrería no era tan elocuente. Solía decir algunas cosas que ahora no recuerdo, no muchas, pero sí algunas.

La que sí decía y la decía muy a menudo era “¡Paco, agua!” Podía estar minutos diciéndola mientras se paseaba por dentro de la jaula con la prestancia con la que suelen hacerlo los de su especie. A veces, al terminar las clases en los salesianos me acercaba hasta la serrería sólo por escucharlo y, si no conseguía hacerlo hablar, regresaba a casa de mi abuela, cabizbajo y triste, frustrado. Debe ser que era un niño o muy sensible o muy terco. Creo haberles dicho el otro día que mi padre acostumbraba a reprocharme atribuyéndome cualidades que no creo poseer: eres capaz de abrir las otras por persuasión, me decía y se quedaba tan contento.

Ahora, en un país como el nuestro, apenas quedan serrerías. Si es que queda alguna, que lo dudo. Yo al menos no las veo, pese a la cantidad inmensa de pinos y eucaliptos que lo han colonizado. Será que se los comen los incendios o se los lleva la fábrica de celulosa que hay en Lourizán, entre Marín y Pontevedra, desde hace ya demasiados años, sin que al parecer tenga una solución de continuidad. El peligro es inmenso. Los eucaliptos son pirófagos. El fuego los incita a reproducirse con mayor vehemencia. Además son capaces de consumir cinco mil litros diarios de agua aunque devuelvan la mitad de ellos a la atmosfera, y debajo de los pinos no crece nada, ni hierba de forma que toda la cadena trófica se está yendo al carajo. Ya saben, si no hay hierba no hay conejos, sin estos no hay zorros, sin estos…, eso por un lado; por otro, si no hay saltamontes no hay pájaros, si no hay pájaros… tampoco hay cuervos que son carroñeros, como saben, y se alimentan de todo aquello que puedan llevarse al pico.

Ya ven. Ya no hay ni serrerías y las virutas se utilizan para prensarlas y sernos vendidas formando parte de muebles de no muy sólida consistencia. El mundo es muy distinto a como era. Ni siquiera los muebles son como fueron y mis nietos no creo que alcancen a conservar los muebles de mis abuelos que yo sí tengo en mi casa. Tampoco tratan con los animales como nosotros lo hacíamos y cuanto les cuento lo de ¡Paco, agua! Piensan que alucino antes de tiempo.

Menos mal que no les cuento lo de un cura de Allariz que compró un burro para aprovechar su producción de estiércol hasta que, harto de mantenerlo, echó sus cuentas y resultó que le salía cada zurullo a una peseta y dejó el animal a su albedrío. Andaba siempre suelto por las rúas, lo alimentaban los vecinos y en él aprendieron a montar un par de generaciones de alaricanos. Pero eso también se lo contaré a ustedes cualquier otro domingo de estos.

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