Opinión

Entre Losantos e Iglesias

Acabo de ver, en ese invento conocido como redes sociales que por un lado se me antoja rayano en lo sublime y por otro en lo abyecto, un breve corte de la presencia de Pablo Iglesias en un debate en el que lo acompañaban, es un decir, Alejo Vidal-Quadras y Federico Jiménez Losantos.

En ese breve corte, Pablo Iglesias sacaba a colación que en Venezuela habían recibido a Manuel Fraga con honores de Jefe de Estado. No es del todo mentira. Ya quisieran muchos jefes de estado ser recibidos como lo fue Fraga en Venezuela. Lo sé porque yo estaba allí. O como lo fue en Cuba, en donde yo también estuve. Uno salió un poquito viajero y zascandil y, al menos hasta el día de la fecha, aún no se aburrió nunca; de modo que en algunas movidas sí que llevo estado y a lo mejor algún día cuento alguna. En realidad ya empecé a hacerlo en la redacción de unas memorias que no sé si conseguiré finalizar algún día.

Sin embargo yo no quería hablar de eso; por el contrario, pretendo hacerlo, de inmediato, acerca de ese individuo que responde al nombre de Federico y que no me merece el más mínimo respeto personal desde que lo conocí en el año 1979, dónde va la fecha. No parece que haya mejorado mucho desde entonces. Pues bien, Losantos le respondió a Pablo Iglesias, que tampoco me tranquiliza mucho, sacando a colación la Revolución Francesa, el invento del Doctor Guillotin y los cinco mil ochocientos asesinados en Paracuellos del Jarama.

Aun a riesgo de resultar atrevido el hecho de que pretenda sacar conclusiones con tan escaso bagaje documental -sólo vi ese breve corte de un par de minutos o tres al que me referí al comienzo- me gustaría proponer algo que sin duda es un disparate.

Los debates que vemos en las pantallas de televisión o escuchamos a través de las radios no están enfocados, ni mucho menos, a informamos de nada, ni siquiera de las posiciones de los que participan en ellos; tampoco a desinformarnos, dado que ya somos mayorcitos y la sociedad de la que formamos parte permanece ya lo suficientemente alerta como para que ni con vaselina nos metan de matute la información que en cada momento le interese a uno o a otro de los participantes, al menos en la mayor parte de los casos y de los asistentes a tales rifirrafes.

Ni siquiera ya nos manipulan. Incluso empiezan a no entretenernos y hace tiempo que dejaron de resultarnos divertidos. De ahí que yo me atreva a proponer el disparate de que, al menos durante un par de programas de debate o tres, quienes participen en ellos, en vez de dedicarse a darnos cuenta de sus amplios y opuestos conocimientos, se dedicasen a comprobar en qué cuestiones pueden coincidir con sus oponentes para, una vez dilucidadas cuestiones tales y de tanta urgencia, ver el modo de llevarlas a la práctica y sacarnos de este culo de saco histórico en el que entre todos nos hemos metido pero cuya responsabilidad, llegada la hora de salirnos de él, corresponde a los políticos; pues para eso lucharon por estar en los lugares que están sin que nadie los empujase a ello.

La realidad es tan plural y es tan rica y variada que contamos con miles de ejemplos históricos que puedan avalar cualquier tesis que se nos ponga delante de las narices. La izquierda y la derecha de este país proceden del Humanismo Cristiano surgido a partir del Renacimiento. Aquella ha pasado por el filtro de la Ilustración y esta lo ha hecho por el de la Contrarreforma surgida al amparo del Concilio de Trento. De aquella y de este se han derivado episodios que rayan lo sublime y lo abyecto, lo miserable y lo grandioso, lo diáfano y lo confuso.

Sobran ejemplos en todos los sentidos. Ahí les va el primero. Lenín puso el Estado al servicio de un partido, el comunista, porque ese partido sería el encargado de sacar adelante un proyecto que al final resultó algo más que equivocado. Y ahora mismo les pongo el segundo ejemplo, pero desde el otro lado.

Me quieren decir ustedes, queridos lectores que han llegado hasta aquí en la lectura de esta página, si, a la vista de ejemplos tales como el reciente informe surgido al amparo de la Agencia Tributaria y de tantos y tantos otros, no da la impresión de que el partido que sostiene al gobierno esté considerando a su servicio no pocas de las instituciones del Estado -es decir, al mismo Estado- por considerarse llamado a ser él quien nos lleve a ese angelical estado que Mao Zedong llamó el de la Gran Armonía. Algo así como un ansiado Paraíso Terrenal al que de momento solo han llegado las grandes fortunas del país, los banqueros y los presidentes de las compañía energéticas y de comunicación, mientras los demás empezamos a sentir en los huesos un frío siberiano.

Se aproximan por la proa tiempos electorales en los que la proposición hecha, esa de que sienten los políticos a ver en qué coinciden para salir del hoyo, es casi obscena. Es cierto. Pero de esas elecciones ha de surgir la posibilidad, cuando no la necesidad o mejor aun la obligatoriedad de que lo hagan. Por eso debemos empezar a pensar muy seriamente, más seriamente de lo que nunca lo hemos hecho, a quien entregar nuestro voto. Lo digo porque soy de aquellos a los que las nuevas opciones le dan mucho que pensar, al tiempo que también nos da mucho en que enredar si pensamos en las viejas opciones que nos han traído a casi todos hasta aquí.

Así que a partir de ahora, poca revolución francesa, poca revolución soviética, también poquita revolución a lo Thacher o lo bolivariano, de modo que los cócteles sean experimentados primero en las sedes de partidos, a ser posible con gaseosa en vez de con champagne, para que una vez definidos nos los describan desde las pantallas de los televisores, no para poder seguir en los machitos pero sí para que todos podamos apearnos de este caballo loco que es la crisis. De ella salimos todos juntos, o no salimos.

Te puede interesar