Opinión

Tiempo de estalactitas

Siempre se produjo, entre el alumnado, una fácil confusión entre si las estalactitas eran las que tenían su extremo cónico hacia abajo o si eran las estalagmitas las que lo tenían hacia arriba. Reconozco que siempre fui uno de los más fácilmente confusos a este respecto, pese a los esfuerzos de Doña Patro, es decir, de Doña Patrocinio Armesto, nuestra profesora de Ciencias Naturales en el Instituto del Posío, en aclarármelo de una vez por todas.

Doña Patro era alta y delgada, enjuta y cabizbaja, de forma que cuando caminaba al lado de mi tía Carmiña, que era baja y regordeta a la vez que de mirada algo altiva, parecían las agujas de un reloj en ocasión de señalar la una en punto. 

Doña Patro, que de tonta no tenía un pelo, solía afirmar al efecto señalado que, lo que a mi me sucedía, era que mi cerebro estaba abotargado gracias a los bocadillos de jamón que mi tía me llevaba todos los días al instituto para que diese cuenta de ellos en la hora del recreo. No saben cómo se los agradecía. En el Colegio Menor, en el que yo habitaba en régimen de internado, solían darnos para la merienda unos bocadillos, cuando no de queso americano, de leche condensada cocida que me producían un enorme ardor de estómago cada vez que los regurgitaba sin saber que, aquel terrible efecto, podía ser simple consecuencia de una temprana hernia de hiato. Ya ven qué cosas.

El caso es que me comía medio bocadillo en el recreo del Instituto y reservaba la otra mitad para la hora de la merienda colegial. Los bocadillos de mi tía, que seguramente preparaba mi abuela, eran lo suficientemente grandes y bien rellenos de jamón como para permitir tales alardes. Hoy pudieran no parecerlo tanto, los alardes a los que algo veladamente aludo, aunque sí en cambio el bocadillo. 

Sé de lo que hablo, tanto en un sentido como en otro. En aquellos días, no causaba sorpresa alguna el hecho de que, si alguien apareciese comiendo una manzana a la hora del recreo, siempre surgiese alguien que gritase: “¡Pídome o carozo!” Eran tiempos pos bélicos, tiempos difíciles y algo atravesados.

Así eran aquellos tiempos, todavía tan próximos a los llamados años del hambre. Aún conservo mi cartilla de racionamiento, que solía hacerse efectiva en “Ultramarinos Plus Ultra”, en el local que después habría de ser la “Cafetería Victoria”, hoy lamentablemente cerrada. Todavía se conserva tal cual la fachada de azulejos amarillos y azules que daban noticia de los ultramarinos y coloniales citados. Pueden verla, los que quieran, sin más que situarse con los antiguos Almacenes Alfredo Romero a su espalda, en los locales que hoy ocupa uno de los miembros de la familia Domínguez que, para mi, fue siempre la familia de Inmaculada, hija del dueño de la Sastrería El Faro. ¡Ah, la memoria, cuán lejos puede llevarnos!

Pero les hablaba de estalactitas y de estalagmitas. En aquella lejana niñez se me había ocurrido una canción basada en el ritmo sugerido por la pregunta: “¿Está la Actita?” a la que de modo inexorable le seguía la respuesta: “¡No, está la Agmita!” La música era la misma que la de aquella inefable canción en la que un niño llamado Pachín que, yendo en tren y queriendo saber cómo se había inventado la música le preguntó a su padre: “¿Parará, papá?” y el padre le respondió: “¡Parará, Pachín!” con lo que el enigma quedó tan didácticamente resuelto que ya no necesitó de más explicaciones. Parará papá, parará Pachín. Y así seguido. La verdad es que para el debido uso de la citada melodía tuve que hacer uso de una acentuación forzada que no añadía, sino que más bien restaba, a la armonía del conjunto. 

Estalactitas y estalagmitas. Así empezamos hoy esta evocación dominical consecuencia quizá del frío de estos días que, allá en mi adolescencia ourensana y aun antes, conseguía ornar con ellas los estanques del Posío o los bordes del campo de fútbol de los Salesianos, en una orilla del río que ya no es como fue. Era tanto el frío que además de ornar todo con carámbanos congelaba también el agua de los charcos e incluso el de los pequeños remansos que seguían a las fuentes, de forma que podías contemplar las salamandras nadando bajo el hielo en busca de una salida que seguramente encontrarían más abajo ya casi cerca de las aguas frías y grises del río Miño.

Había mañanas en las que la niebla y los carámbanos se confundían o, mejor dicho, en las que aquellas difuminaban estos, ante nuestros ojos, de una forma que se diría entre fantasmagórica y dulce sin es que la dulzura fuese compatible con el frío. 

Lo es ahora, en todo caso, cuando el tiempo y la distancia conjuntados no son capaces de eliminarla de nuestro sentir. Tan profunda es la señal con la que los primeros años nos marcan. Y tan cálida.

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