Opinión

Vestirse a lo femenino: Don Quijote

Pies, piernas, toalla ceñido al cuerpo, «polainas levantadas hasta la mitad de la pierna que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía», un rostro de hermosura incomparable y, sobre todo, el que por los cabellos, «conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto...». Sorprendida de ser vista, «quiso ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto [. . .]». Pero antes que nada, Dorotea era dueña de su casa. Administraba de tal manera la hacienda de su padre que era considera «la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía, y con tanto gusto suyo [del padre], que buenamente no acertaré a encarecerlo». Y pese a estar encargada de los negocios del padre, tenía tiempo para «los ejercicios que son a las doncellas tan lícitos como necesarios. . .». Sus padres, «cristianos viejos ranciosos», dado el incremento de sus riquezas, si bien gente llana, fueron «poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aún de caballeros [. . .]» (Don Quijote I, 28). Tal movilidad también se asocia con Dorotea: labradora rica, buena administradora, villana recogida que bien podía compararse su casa con un monasterio.

La presencia del noble Fernando, atraído por la gracia erótica con que se desenvolvía Dorotea, deseando poseerla, amenaza el orden social: satisfacer su deseo y abandonarla. Y si bien el doble juego de identidades -recluida como dama, atenta a los negocios de su padre como hombre- ocasiona su caída bajo el juego de dobles. En este frágil equilibrio, vestida como hombre siendo mujer, se sitúa el personaje andrógino, a media luz entre dos géneros sexuales: doncella andante y mujer vestida de hombre. Sobre la provocación que tal figura causaba avisa Francisco Ortiz en Apología de la defensa de las comedias que se representan en España: «Pues ha de ser más que de hielo el hombre que se abrase de lujuria, viendo una mujer desenfadada y desenvuelta, y algunas veces para este efecto vestida como hombre, haciendo cosas que moverán un muerto».

Es decir, el desenfado y la desenvoltura de Dorotea vestida de hombre, agrava el desorden social y erótico, que se transfiere en textual. Al aceptar Dorotea el papel de la princesa Micomicona, agrava el trasvase del género narrativo al teatral, dando las siguientes razones para el trueque: «porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros». Dorotea , ya desde el inicio de su historia hasta el relato interpolado sobre Micomicona, desempeña la función de hija única, estimada; de mayordomo y de dama, de andariega travestida, amada dolorida y finalmente mujer amargada enfrentandose con su infiel galán para pedirle justicia y honra. El travestismo no es esa habilidad de caminar, combinar y alternar espacios, roles, situaciones e identidades. Es una réplica al caminar de don Quijote, y al de otros personajes.

La manipulación de géneros literarios y sexuales es a la vez un reflejo de las alteraciones y rupturas que devela la lectura de Don Quijote. El trasvase de un género sexual a otro es la forma más representativa de la transgresión. De ahí que Sancho, ya gobernador de la ínsula Barataria, condene a la hija de Diego de la Llana (II, 49). Queriendo romper el encerramiento en que la mantiene su padre, se disfraza de hombre y abandona la casa en busca de libertad. Del mismo modo se disfraza Claudia Jerónima: mancebo vestido de damasco verde, sombrero terciado a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los dos lados» (II, 60). Cuando se reniega de la alteridad, proviene la tragedia o la desilusión.

El travestismo corre paralelo con los Quijotes alternantes. A modo de espejos fraccionados, reflejan partes de la macro estructura narrativa; copias de copias que se van alternando bajo la fuerza carnavalesca de un loco-cuerdo. Ya no son la copia pálida de que habla Platón, más bien una dislocación de lo semejante. Cada repetición toma elementos de lo original, los traduce, invierte, transforma y altera. Dorotea, agente de su propia resolución, se enfrenta con don Fernando, «quieras o no quieras, yo soy tu verdadera y legítima esposa» (I, 36). Transforma el relato de su seducción en triunfo, a partir de un plan movido por la razón y la nueva moral. A tal cambio de mentalidad apuntaba correctamente Michel Foucault. La semejanza ya no se basa en la similitud sino en los raptos tanto de la locura y del deseo como de la razón; es decir, en la alteridad no solo literaria o teatral, también ontológica y sexual.

Parada de Sil

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