Opinión

Abanderado de la leyenda negra

Con nueva furia ondea la bandera de la Leyenda Negra: desde el centro de Bélgica hasta las turbulencias electorales de la Cataluña profunda. El fugado de la justicia es un exiliado; el que se revela en contra de la ley un preso político, no un político preso. Los que se apropian del dinero público, en apoyo de ideologías independistas y antidemocráticas, articulan una nación al margen del Estado: un cup d’etat en regla. Las grandes patrañas se enmascaran como verdades rotundas: España nos roba. Y se airea el santo y seña de la Leyenda Negra: Inquisición (se origina en 1252 bajo el papa Inocencio IV), Tribunal del Santo Oficio, el inquisidor Tomás de Torquemada, tropelías bélicas del duque de Alba en un afán de frenar las revueltas protestantes en los Países Bajos (saqueos de los temidos Tercios Españoles), presentes en la comedias del ciclo de Flandes de Lope de Vega: Los españoles en Flandes, La toma de Mastrique, Don Juan de Austria en Flandes, atribuida ésta al Fénix. La primera bandera de la Leyenda

Negra la izó el fraile dominico Bartolomé de las Casas, quien desarrolló su labor evangélica en tierras del mar Caribe. Su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) se convirtió en el santo y seña de propaganda y difamación del imperio español. Nombrado obispo del estado de Chiapas (México), fue proclamado como el adalid y defensor de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo. Atizó con gran celo evangélico los desmanes de los conquistadores. Sometieron a la población indígena al trabajo forzado, sin apenas descanso. Las extensas plantaciones (encomiendas) les rentaban jugosas ganancias, describe Las Casas. Inmunes a las enfermedades que portaban los nuevos colonizadores, no habituados al trabajo laboral, la población indígena quedó en poco tiempo diezmada. 

En uno de mis primeros ensayos académicos con el título de una guerra «sine dolo et fraude», desarrollé la gran controversia, teológica y jurídica, sobre el derecho que tenía España al dominio de las tierras allende los mares. Al frente, la escuela de juristas de Salamanca con Francisco de Vitoria y Domingo de Soto a la cabeza. Ginés de Sepúlveda, bebiendo en los escritos de Aristóteles, justificó el derecho de conquista, de posesión y dominio de las tierras descubiertas por Colón. Se planteó por primera vez en el pensamiento europeo sobre qué derecho tenía una nación a someter a pueblos libres y a erradicar sus costumbres. Oro, gloria y evangelio formaron los tres relatos más destacados. Se complementan, en palabras del novelista cubano Alejandro Carpentier, con el relato de lo «real maravilloso»: perplejidad y asombro ante una naturaleza nunca vista y una cartografía humana no imaginada. La desnudez física de los pueblos indígenas conllevaba, en la mente del colonizador, la desnudez cultural: canibalismo, barbarie, extrañas formas de conducta, creencias paganas. Justificó para unos dominio y desposesión; para otros dignidad y derecho a ser libres. 
 El opúsculo de Las Casas tuvo eco en la Apología que el príncipe Guillermo de Orange dio a la luz en 1580. Acusaba a Felipe II de violar la soberanía de Flandes. Y ondeó uno de los estereotipos presentes en la Leyenda Negra: «que la mayoría de los españoles, y en particular los que se consideran aristócratas, son de raza de los moros y judíos».

Recuerda la matanza de los indios, y califica a Felipe II de cruel y tirano. Y al duque de Alba, al frente de Tercios Españoles, de sanguinario. Sus críticas las recogió dos siglos más tarde Montesquieu en sus Cartas persas (1717). 

Toda conmemoración, libro o centenario sobre los desmandes de los españoles en Flandes, da lugar a acusaciones y a manidos insultos. La gran polémica del siglo XVI sobre el derecho a colonizar tierras ajenas se airea con frecuencia en casa ajena (fuera de España) y en la propia. Se silencia la ejecución de la reina de Escocia María Estuardo por orden de Isabel I de Inglaterra. Se silencian los desmanes del pirata Sir Francis Drake que, apoyado por la corona inglesa, hundió grandes cargamentos con su tripulación de vuelta del Nuevo Mundo. La rapiña era su modus operandi. Y se silencia la masacre de poblaciones indígenas del Norte de América (navajos, cherokis, mohicans) hacinados en reservas.

La asistencia de Puigdemont a la ópera Le duc d’Albe en Gante (Bélgica), donde se representa al duque de Alba como el exterminador a sangre y fuego de los flamencos, es significativa. Personaje complejo, convulsivo, autoritario, el duque siente un gran dolor por la muerte de su hijo Henri, pero es indiferente ante la muerte de los padres e hijos flamencos abatidos por los arcabuces españoles. El relato histórico funcionaría a modo de catarsis para el huido de la justicia. Lo advirtió Arturo Pérez-Reverte: «El mayor error es mirar el pasado con los ojos del presente». Es una manera de contemplar la maldad ajena para justificar la conducta impropia como honorable. No menos compleja la tortuosa psique supremacista de este político catalán.
 (Parada de Sil)

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