Opinión

Una ciudad que brille en lo alto de una colina

La imagen de la nueva Jerusalén, la ciudad soñada, utópica, prístina, que relumbre en el alto de una colina, se repite en el imaginario político norteamericano. Era la carismática visión de Ronald Reagan a la que aludía con frecuencia. Y así lo hizo en la campaña a la presidencia de su país en las elecciones de 2004. Recordaba cómo había aludido a esa “brillante ciudad” durante su vida política. En su mente, continúa, sería una ciudad esbelta, construida sobre rocas más fuertes que la furia del océano, cruzada por los vientos, bendecida por Dios, bulliciosa, con una gran variedad de gentes, en armonía y paz; con puertos libres, agitados por el comercio y la creatividad; una ciudad amurallada, abierta a todos aquellos que tuvieran la voluntad y deseo (the heart) de penetrarla. La imagen viene de lejos. Así Jesús en el “Sermón de la montaña”: Una ciudad  asentada en una colina no puede estar oculta (Mateo 5, 14-16).
Fue el gran pastor puritano John Winthrop quien, a bordo del buque insignia Arbella, rumbo a las costas de New England (1630) recordaba a sus compañeros de a bordo que serían como una ciudad en lo alto de una colina, observada por el resto del mundo. Le seguían diecisiete barcos. Entre 1630-1640, llegaron a esas costas unos veinte mil puritanos, en grupos de familias numerosas. El memorable sermón afincó la creencia, entre el mito y el folclore: los Estados Unidos de Norteamérica sería el país bendecido por Dios: una ciudad brillante en el alto de una colina (Shining City upon a Hill).

La emblemática alegoría retumbó de nuevo en el imaginario político del presidente Kennedy, en el discurso que dirige a la Legislatura del Estado de Massachusetts, el nueve de enero de 1961: “Nosotros debemos considerar el ser como una ciudad en lo alto de una colina”. Y alude al sermón dirigido por John Winthrop a sus fervorosos seguidores, trescientos años antes, acercándose a Boston. La utópica visión, en variedad de enunciaciones, manida, ha sido válida a la hora de formular diversas ideologías políticas: desde los fundadores del país (John Adams, Abraham Lincoln) a los más recientes políticos: John F. Kennedy, Michael Dukakis, Walter Mondale, Bill Clinton. Un lejano descendiente de Whinthrop por el lado materno, John Forbes Kerry, el actual Secretario de Estado, describió en una ocasión a América como una “creciente esperanza y una auténtica comunidad”, asumiendo la visión puritana de su antepasado. Y a un paso, la frase perenne: una nación predilecta que confía en  Dios (In God We trust), motto engravado en la moneda americana. He aquí las entrañas ideológicas del imperio yanqui. De la mano economía y religión. Y la imagen luminosa de la ciudad que brilla fulgurante en lo alto de una colina, y se derrama en miles de haces por todo el mundo.

La frase resonó de nuevo en el último discurso de Barack Obama dirigido a la nación norteamericana el pasado mes de enero: “con quince años ya en este siglo, hemos de congregarnos, sacudirnos el polvo y empezar el nuevo rehacer de América. Debemos trazar unos nuevos cimientos. Un brillante futuro, nuestro, aún por escribir”. En el trasfondo histórico, la gran emigración de puritanos que llegaron a las costas del estado de Massachussets. Familias ansiando libertad en la práctica de su puritanismo. Anhelaban la fundación de una “nación de santos”; más aún, “de una nación redentora” (redeemer nation), éticamente correcta, designada a ser el ejemplo de Europa.

La alianza establecida por el clérigo puritano Winthrop con sus fieles era una nueva sociedad, teocrática, creyente, ejemplar, idealista y a la vez pragmática, con objetivos claros. Inculcaba el resentimiento del poder de unos pocos sobre el resto, en ser libres, en la ética puritana del trabajo llevado a cabo por voluntad divina y, sobre todo, en una alianza divina sobre su destino: la fundación de una ciudad ejemplar, brillante en el alto de una colina. Asumían así, los puritanos, un aire de superioridad moral, y un afán de imponerla al resto del mundo. La semilla de tales creencias vienen, como vemos, de lejos: individualismo, apropiación ética y moral, defensa de las libertades (políticas, económicas, religiosas), y arrogancia en constituirse en el faro ejemplar de la voluntad divina. Una cadena de metáforas que a veces desafían el sentido común y ofenden a quien no las acepte.
 

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