Opinión

Leer, andar, ver y saber

Tal aconsejaba Cervantes (Don Quijote, II, 25). La biblioteca de este universal personaje sería su espacio doméstico preferido. Y lo eran sus libros. Los localizaría en la fila, en el estante y hasta en el lugar exacto en que estaban colocados. Los miraría absorto; los tocaría, los abriría, releería algunas páginas, los cerraría y los colocaría de nuevo en su lugar. Asumía el contenido de cada uno. Entre sus tapas se escondían complejas historias que don Quijote, ensimismado, encarnaría como vivencias personales, en muchos casos imaginadas. A veces una línea, una frase o un personaje le obligarían a leer de nuevo. Y tendría sus preferencias: las hazañas de los nobles caballeros como Amadís de Gaula, o las del rey Arturo y los doce caballeros de la Tabla Redonda, las de Palmerín de Inglaterra, sin olvidar su manejo del Tiránt lo Blanc del valenciano Joanot Martorell. A través de su personaje, Cervantes estableció un canon de lecturas, y estas reflejaban el contenido de su biblioteca. 


En una biblioteca privada cada lector establece sus preferencias. En ella no deben faltar aquellos libros que son fundacionales. Crean un género (los Ensayos de Michel Montaigne), o un personaje que modela la conducta humana a través de los tiempos (Don Quijote), o una forma de narrar que refleja las estructuras sociales e históricas de una época (Dante en su Divina comedia), o un estilo que, por su concisión y lucidez, se convierte en modelo de genialidad literaria y de parquedad narrativa, a pesar de su complejidad. En mente los deliciosos cuentos de Jorge Luis Borges, «La muerte y la brújula» y «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», entre otros. Su lectura visten al lector de compleja serenidad. 


La historia de su procedencia es también otra historia. Forma parte de los grandes dilemas de la persona humana, de sus trágicas incoherencias. Dostoyevski es un gran maestro (Crimen y castigo), y lo es Melville en su alegórico relato de Moby Dick, y no digamos Shakespeare que, de acuerdo con Harold Bloom, es el eje central del canon de la cultura de Occidente. Memorables sus tragedias: Hamlet, Otelo, Macbeth. Dan que pensar. Terminada la representación uno abandona el teatro, a veces conmovido, cabeza baja, camino de casa, rumiando el encuentro y el desencuentro de tanta furia humana. Me pasó lo mismo con la famosa comedia de Antón Chéjov Las tres hermanas y, sobre todo, con El jardín de los cerezos. 
Y no digamos La casa de Bernarda de Alba de García Lorca. Se cierra con el suicidio de Adela, colgando de una cuerda en el centro de su cuarto. Imagen imborrable. Hay lecturas fragmentadas, que el tiempo no permite concluir; otras repetidas (El Lazarillo de Tormes, La vida es sueño de Calderón, El castigo sin venganza de Lope), y algunas que siempre pateas: A Esmorga de Eduardo Blanco Amor, el Valle Inclán de Retablos de la avaricia, de la lujuria y  la muerte, Cantares gallegos de Rosalía de Castro. Y algún artículo suelto de Álvaro Cunqueiro, tan innovador en muchos aspectos como Borges.


 Hay lecturas fáciles y lecturas difíciles. Simples y complejas. Libros que se pueden leer empezando por el final, o por el principio, o alterando capítulos como Rayuela de Julio Cortázar. O a modo de un círculo mitológico de generaciones, que fijan la historia violenta de un país (Colombia), en un lapso de tiempo sin tiempo: Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez. Un programa universitario, mínimamente exigente, debiera exigir a los recién llegados un curso semestral obligatorio: la lectura crítica de los grandes libros de la cultura de Occidente; (The Great Books) en el argot de la universidad anglosajona. El excesivo énfasis en la especialización ha desplazado la educación mínima de lo que significan las artes liberales (las Humanidades) y el conocimiento básico de otras disciplinas. 


Un gran libro es aquel que la tradición, las instituciones académicas de prestigio y los grandes especialistas en el campo lo han definido como el mejor ejemplar de la incertidumbre humana. De su conocimiento se deriva un currículo académico y una metodología crítica. Ha de ser relevante en la definición de los problemas actuales; admitir continuas y divergentes lecturas a través de los tiempos. Y exponer con claridad los dilemas de la condición humana: desde los arrebatos pasionales a la contención y a la solidaridad. Al frente Dante quien, mágicamente, a través de su Divina comedia encandila al lector hacia una vita nuova. 


Parada de Sil

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