Opinión

Lengua, ideología y poder

Como docente universitario en una universidad de habla inglesa, formando parte de su organización académica, seminarios interdisciplinares, reuniones interdepartamentales, percibía la creencia unánime de que lo escrito académicamente en inglés era más fiable a lo escrito en otra lengua, en concreto, en español. Del mismo modo, una monografía publicada en una prestigiosa editorial universitaria (University Press) se consideraba de superior calidad. Más fiable y objetiva con los datos y testimonios presentados. Defendía a ultranza que lo escrito en español puede ser tan bueno, e incluso mejor, a lo escrito en inglés. Tal creencia (la lengua es poder) modulaba las actividades curriculares, generaba la aprobación de nuevos cursos y seminarios, y hasta determinaba subvenciones económicas: bolsas de viajes, becas de investigación, éxitos académicos, premios. El prestigio adquirido por una institución académica a través de los años o de los siglos lo avala también su ranking internacional.

Los extremos se acentúan. Las tesis doctorales en el campo de las Humanidades que también ha de versar sobre autores representativos -canónicos-, o sobre figuras ancilares, secundarias, pero al mismo tiempo representativas de un grupo social, un género o una modalidad de escritura que se constituía en diferencia social, política, textual o sexual. Se circula del canon al anti-canon. De lo regiamente establecido como conocimiento cultural básico -Cervantes, la picaresca, Calderón, Rosalía de Castro, Galdós, Valle-Inclán, Lorca, Borges, Eduardo Banco Amor-, a culturas literarias más beligerantes y menos esta establecidas: estudios de género, subculturas, espacios de frontera, subversión social

Las paradojas suscitan con frecuencia argumentados sofismas. Se revindica un autor, una modalidad crítica, un estilo que es, en última instancia, un modo de percibir la realidad y la vida entorno. El nuevo concepto de economía global abrió espacios y tiempos simultáneos que convocan Internet, las redes sociales y los futuros adelantos técnicos. Imponen culturas cada vez más igualitarias, menos locales y monolíticas.

Por el contrario, toda escritura literaria que pretenda ser rupturista funda y establece un espacio de identidad social y ontológico, nuevo. La palabra le otorga al hombre una representación simbólica de la realidad, y una objetivación de sí mismo. Por la palabra el hombre convierte el medio en su mundo. Este es, en rigor, su creación. Mientras que el medio es una realidad dada, el mundo es, diríamos, una realidad creada, verbal. Frente al medio, el hombre humaniza y da sentido espiritual a la realidad inventada por medio del lenguaje. Y a través de la palabra, escribió hace años el ilustre Ramón Piñeiro, la palabra es la fundadora de culturas textuales.

Delinear un canon literario (distintivo y básico) implica seleccionar unos textos e imponer un orden taxonómico. Establecer una jerarquía, instaurar unas preferencias, argumentar unos límites, y centralizar unas lecturas (la inglesa en este caso) frente a otras, cuyos ámbitos literarios y lingüísticos se asumen como secundarios y parciales. La lengua del poder económico (el inglés) y quienes la manejan determinan la centralidad de unos textos y su influencia. Asombra, leyendo las revistas culturales de los fines de semana (ABC Cultural, Babelia, El cultural de El Mundo), las traducciones del inglés al español de un gran número de novelas y ensayos. La novela negra escrita en inglés domina el canon. La lengua es poder. El crítico de Yale, Harold Bloom, en su estudio sobre el canon en la literatura de Occidente presenta a la literatura inglesa en casi todos sus períodos: Medieval (Chaucer), Renacimiento (Milton), siglo XVII (Shakespeare), Romanticismo (Wordsworth) y Realismo (Dikens).

De los cuatro dramaturgos, dos son de habla inglesa (Shakespeare y Beckett), y de seis novelistas, cuatro pertenecen también a esta lengua. Tan solo considera, como parte del canon a Pablo Neruda y a Fernando Pessoa. Y afirma que ningún poeta de nuestro tiempo ha igualado a Marcel Proust en su gran novela de En busca del tiempo perdido, a Joyce en Ulises y Finnegans Wake, ni a los ensayos de Sigmund Freud, ni a las parábolas y relatos de Kafka. La extrañeza, es decir lo raro, nuevo o provocativo, en el sentido crítico que la definieron los formalistas rusos (ostrenenye), es la formula distintiva de lo que asume como canónico. Único y diferente.

Clasifica la “extrañeza” en dos tipos: la que no podemos asimilar como lectores, siempre en vilo, aturdidos ante la originalidad del texto, y la que damos como asumida, y ante la cual el lector no permanece ciego ante su contenido. Dante representa el primer caso, Shakespeare el segundo. Walt Whitman, siempre contradictorio, participa de ambos. Percibe en Whitman al autor visionario, profético. Lo mismo en Neruda, ambos visionarios de una nueva América. Y hasta confirma la presencia de ambos en Fernando Pessoa (“O poeta é um fingidor”) como paradigmas de una visión esquizofrénica: un yo escindido en múltiples otros.

Asocia Bloom su estética del canon con la agonística (del griego agón, “contienda”, “desafío”) al amparo de Nietzsche. Constituye una poética del conflicto, que impone como norma o baremo a tener en cuenta en el texto elegido como canónico. Prescinde sin embargo de Miguel de Unamuno, y se de su gran obra maestra, San Manuel Bueno, mártir, en el borde de la descreencia y del ateísmo.

(Parada de Sil)

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