Opinión

Maquiavelo: el arte del buen gobierno

A Nicolás Maquiavelo aún le arrastra la mala fama: astuto, malvado, tirano, traidor. Sin embargo, en su país, Italia, se le considera como un gran estadista: el cimiento del pensamiento político de la modernidad. Su leyenda negra le viene de lejos. Al poco de salir su tratado El príncipe, uno de los libros más leídos en múltiples idiomas y en variadas culturas (del japonés y el chino al finlandés y al malayo), pronto se prohibió su difusión y lectura. Fue incluido en el Índice de los libros prohibidos (1559) que instituyó el papa Pablo IV. Maquiavelo dio pie a una ideología (el maquiavelismo) y a una praxis frente al enemigo político y al estado rival. Sus preceptos siguen vigentes en las ideologías de variado pelaje: desde la extrema derecha a la izquierda más radical. Se dice que El príncipe era el vademécum de consulta de Henry Kissinger. Y que es objeto de admiración del ex primer ministro británico Tony Blair. Éste visitó la casa de Maquiavelo y probó los vinos (Chianti) que aún producen sus tierras, en el centro de la Toscana, a pocos kilómetros de Florencia, ciudad que pateo estos días. 


Maquiavelo vivió en persona alguno de lo dramas urdidos por la prepotente familia de los Médicis y por sus rivales. Si bien la rica y floreciente república de Florencia era un emporio de riqueza y lujo, mantener el status quo (la ciudad-estado) frente a sus rivales, Siena el más potente, implicaba permanecer ojo avizor sobre posibles complots y alianzas peligrosas. En uno de ellos participó Maquiavelo, siendo arrestado y cruelmente torturado. Salvó su vida de milagro. Viajero por el resto de Italia, por Francia, con estancias en Roma, medió entre estados mal avenidos: Milán frente a Roma y no lejos Venecia. Era obligada una activa gestión diplomática: saber ceder, firmar acuerdos, establecer nuevos pactos, alterar estrategias. Maquiavelo sirvió al estado de Florencia durante catorce años (1498-1512) en complejas misiones diplomáticas. Una de ellas, con Cesare Borgia, el hijo ilegítimo del papa Alejandro VI, que amenazaba a Florencia. 

El príncipe, con apenas cien páginas, es un modelo de prosa fluida, ejemplar. Aconseja cómo se debe gobernar para mantener el poder y la independencia del estado. Algunas de las propuestas son archiconocidas: preferencia del autogobierno promovido por el pueblo (república) frente a la oligarquía del tirano. El pueblo, opina Maquiavelo, acierta siempre en sus juicios. Alienta el progreso y la prosperidad. Es el mejor sistema ante los cambios de fortuna. Los conflictos entre los grandi (nobles) e il popolo surgen de las diferencias económicas y sociales. Son sanas cuando se establece un equilibrio de poderes, y tienen como objetivo il bene commune. La presencia de un estado fuerte y bien armado es una forma, pensaba Maquiavelo, de disuadir al enemigo. Y lo era el doble juego de alianzas, la prudente elección de consejeros y el contar con ejército propio, bien entrenado. 

Para apreciar la grandeza de un valle hay que subir, escribe Maquiavelo, al alto de una montaña. Y para entender la conducta de las clases humildes se necesita ser parte de ellas. La prudencia debe ser la virtud que domine al príncipe. Debe imitar las acciones del gran líder. Y evitar ser odiado pero no ser excesivamente compasivo. Porque ser temido es preferible a ser amado. Si bien el amor obliga a corresponder, el malvado fácilmente olvida ser agradecido. El temor al Príncipe (léase Jefe de Estado) se asocia con el castigo. Disuade la rebeldía. El hacerse temer, si bien no inspira amor, al menos no provoca odio. Y finalmente, la guerra es legítima cuando no existen otras opciones. 

Desengañado de sí mismo, Maquiavelo se retiró a sus tierras cercanas a Florencia desde donde podía ver, a lo lejos, la grandiosa cúpula de la catedral (Il Duomo), diseñada por el gran arquitecto Brunelleschi. Sepultado en la soledad de sus tierras y conviviendo con la vida rústica de su vecindario, oyendo sus comentarios y sus pesares, llegada la tarde, encerrado en su estudio, con sus libros, dio voz a su gran tratado político. Revela la otra cara de este gran humanista que es Maquiavelo. Se lo cuenta en carta a su amigo Francesco Vettori, embajador de Florencia ante la Santa Sede en Roma y su protector: “Y por cuatro horas, leyendo a los grandes autores de la Antigüedad no siento la menor fatiga. Olvido todos mis cuidados. No temo la pobreza ni me espanta la muerte, a tal punto que me siento trasfigurado con todos ellos de la mano (tutto mi transferiusco in loro)”. Entre ellos sus paisanos: Dante y Petrarca y no menos Tito Livio y Cicerón. 

Ejemplo a seguir por el gran político: inmiscuirse con el pueblo, sentir sus preocupaciones y, a la vez, aislarse en la lectura de los grandes pensadores. 
Parada de Sil

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